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Crítica Culpa cero: el multiverso de Valeria Bertuccelli

La carrera artística de Valeria Bertuccelli podría ser parte de uno de esos multiversos que tanto proliferan en la narrativa actual. A lo largo de las últimas décadas, hay al menos dos versiones de sí misma que, si bien muy distintas, no llegan a ser opuestas. Una es la que fue parte central de toda la movida vanguardista alrededor del Parakultural durante los años ’80, cuna de los principales talentos de la comedia televisiva de la década siguiente, así como también de varias películas icónicas del llamado Nuevo Cine Argentino, con Silvia Prieto y Los guantes mágicos, ambas del siempre particular Martín Rejtman, como las más recordadas.

También fue esa chica amable de la tira Gasoleros que, ya en este milenio, protagonizó comedias de altísimo perfil comercial e instaladas en el inconsciente colectivo gracias a varias líneas de diálogo inolvidables. La de Gachi, Pachi y sagitario de la Tana Ferro de Un novio para mi mujer (2008) y otras tantas de Me casé con un boludo (2016) son muestras de ello.

Cuando se supo, allá por 2017, que dirigiría su primera película, la pregunta cayó de maduro: ¿Cuál de todas las Valerias se sentaría en la silla plegable? ¿La que habitó el Parakultural y esos mundos únicos, signados por el desajuste y una comicidad difícil de describir, que propone el cine de Rejtman? ¿La mucho más popular que logró hacerse un lugar en el diminuto star system del cine argentino? ¿O acaso aparecía con un nuevo cambio de piel? Si La reina del miedo la mostraba con una sensibilidad indudablemente rejtmaniana, en Culpa cero se corre hacia un nuevo perfil, incluyendo una malicia mayormente ausente en su obra como actriz.

La jugada tiene un riesgo digno de celebrar en tiempos en los que predominan las fórmulas y los lugares seguros, mil veces probados: es probable quienes esperen de Culpa cero “una de Bertuccelli” encuentren algo de lo que buscan; tan probable como que respinguen la nariz ante una mujer manipuladora, ventajera y dueña de una proverbial hipocresía.

Lo público y privado

Una escribe mejor sobre lo que más conoce”, dijo la actriz en una de las entrevistas promocionales de La reina del miedo. De allí que su ópera prima –codirigida junto a Fabiana Tiscornia– haya versado sobre una actriz cuyo reconocimiento es directamente proporcional a su fragilidad emocional e inseguridades, y a quien la encontraba durante los preparativos de una nueva obra de teatro protagonizada y dirigida por ella. En Culpa cero, en cambio, da la sensación que hay más “ficción”, pues Berta Müller no es una reputada actriz sino una escritora de libros de autoayuda que vive las bondades de un éxito cuya perdurabilidad se pondrá a prueba a raíz de una denuncia de plagio y el posterior movimiento de los cimientos de la casa de naipes que supo construir.

Ambas películas conjugan la imagen pública (hecha de prestigio, reconocimiento y fama) con la realidad privada (tensa, inestable, atada con alambres) de sus protagonistas. Pero si en la primera Bertuccelli nos mostraba por primera vez a su alter ego en modo full alterada durante un corte de luz en plena noche que motivaba la primera de las mil llamadas a una empresa de seguridad privada, aquí lo hace con una entrevista televisiva en la que Berta repite todos y cada uno de los lugares comunes de los escritores con “conciencia social”, incluyendo la afirmación de que no tiene motivos para quejarse ni disgustarse porque en su casa se baña con agua caliente y puede elegir qué comer todos los días. La reina del miedo era una película sobre cómo lo privado condiciona lo público; Culpa cero, una sobre cómo lo público se devora lo privado.

La reina del miedo

Es una diferencia central, de índole narrativa, pero también ética, ya que el punto de vista pertenece a la faceta del personaje que se impone sobre la otra. Al predominar la pública, Culpa cero enfrenta al espectador con una mujer que juega al filo de lo moralmente correcto. La víctima principal de ese filo es Marta (Justina Bustos), una joven que parece siempre triste y deprimida, que anda por la vida con la mirada perdida y los ojos cargados de lágrimas. Es una mujer harta de ser invisible, de que no Berta no le dé el reconocimiento que le corresponde por su “colaboración” en la escritura de sus obras. El entrecomillado se debe a que, en realidad, Marta es lisa y llanamente una escritora fantasma, tal como se llama a las personas que escriben los libros de personalidades famosas sin conocimiento –y sin tiempo ni ganas de aprender– sobre el arte de las letras y la narración.

El plagio como terremoto

Apenas después de la entrevista de apertura, Berta llena el auto de valijas para viajar a la casa de su amiga Carola (Cecilia Roth) en las costas de Uruguay y desintoxicarse del celular. Pero justo antes de abordar el barco, aparece Marta para recordarle que le debe una respuesta sobre su planteo de que, por fin, su nombre aparezca debidamente acreditado. Como respuesta al llanto de Marta ante el ninguneo, Berta intenta arrancarle a sus ojos algunas lágrimas apócrifas para calmar a su interlocutora. Ella, piadosa, dice que no hay problema, que a la vuelta hablan. Una de las tantas batallas ganadas por Berta.

Pero las cosas no salen como espera en Uruguay. Poco después de pagar cinco mil dólares por un surtidor de los ’70 para usar como decorado de su casa (¿?), la distensión de las noches compartidas con Carola y su hija, bien regadas de alcohol y tabaco, muta por el desconcierto ante la bomba periodística que explotó del otro lado de Río de la Plata: una acusación de plagio en su último libro. A diferencia de lo que suele ocurrir en estos casos, cuando el material original pertenece a autores desconocidos, aquí los plagiados son ni más ni menos que Gandhi y Séneca. Berta, desde ya, no tiene ni la mínima idea de quién es Séneca.

La acusación de plagio, un bombazo para Berta

La noticia acorrala contra las cuerdas: si reconoce el plagio, se incinera ante la opinión pública; si no, debe blanquear que la autora del texto –y, por ende, de haberse copiado– es Marta. El escenario se vuelve aún más complejo cuando la editorial amenace muy seriamente con terminar la relación contractual. Berta estará obligada a reinventarse, a demostrarse a sí misma y al resto que en verdad puede escribir. No será fácil, desde ya, pero a estas alturas del texto ya podremos suponer que aplicará todas las artimañas necesarias para lograrlo. Que implique mentir, tergiversar y hasta victimizarse no parece importarle demasiado, porque Berta es un león disfrazado de cordero.

Pero no todo es tan oscuro. Hay una porción de Culpa cero timoneada por la Bertuccelli de corte más popular que se manifiesta en los varios momentos humorísticos donde la actriz muestra sus mejores armas en el terreno de la risa. Pero es una risa extrañamente amargada e incómoda, porque las genera una persona que mueve los hilos de su entorno siempre a su favor, sin importar que perjudique a quienes han estado junto a ella durante años. Porque Culpa cero quizás no haya sido dirigida ni por una ni por la otra, sino por las dos. O por la tercera y hasta ahora inédita: una Bertuccelli de altísima toxicidad.

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