Quince años de Invictus

Hace unos días, el 11 de diciembre, se cumplieron quince años del estreno de Invictus. Ya van quince años, entonces, en los que el impar Clint Eastwood -al que ya llamábamos veterano y del que decíamos que estaba legando su testamento fílmico en ese momento- siguió haciendo películas. Invictus se centraba en momentos clave de Sudáfrica, momentos vistos según Eastwood, Nelson Mandela y John Carlin, autor de Playing the Enemy, libro aquí conocido como El factor humano y en el que se basa la película. Según Carlin, Nelson Mandela pensaba que Sudáfrica, en los noventa del siglo pasado, necesitaba esa reconciliación acelerada. No al olvido pero sí al perdón. No a la negación del conflicto pero sí a su enfoque inteligente. No a la negación de las diferencias pero también no a que esas diferencias impidieran la construcción de una nueva nación. No a la negación de lo vivido, no a la mentira histórica, pero sí al esfuerzo para apaciguar el rencor y asegurar las condiciones de paz mínimas para proyectar un horizonte común. Carlin quiso contar la estrategia general y las tácticas particulares de Mandela para anular el peligro de una guerra civil y para empezar a construir un nuevo país: la nación arco iris (la “Rainbow Nation”, el término es del arzobispo Desmond Tutu). Al contar eso, o para contar eso, con el foco central puesto en la osada e inteligentísima utilización política del rugby y la copa mundial de 1995 por parte de Mandela, Carlin contó muchas historias, de mucha gente, entre otros del ministro de Justicia y Prisiones Kobie Coetsee, del abogado Anton Lubowski y de muchos políticos, represores y activistas, blancos, negros y mestizos; Chester Williams, el “negro” del equipo de rugby, no era negro sino mestizo, según la clasificación racial del apartheid. Estaba claro que –si no se quería hacer una miniserie gigantesca– la adaptación al cine de esta historia tenía que simplificar, quitar, podar. Sin embargo, estaba claro que –a diferencia de lo que ocurre con otro brillante libro sobre transiciones sociales y con un enfoque muy enriquecedor sobre política, Anatomía de un instante, de Javier Cercas– en Playing the Enemy había una historia filmable. Una historia con enormes riesgos: riesgos de incomprensibilidad, riesgos de inverosimilitud -uno de los grandes aportes prácticos de la película es acercarle esta historia a quienes no la conocen para que puedan comprobar su ocurrencia histórica-, riesgos derivados de abarcar demasiado. Eastwood necesitaba comprimir, limar, escribir cinematográficamente con mano segura.

Entonces, ¿cómo hace Eastwood una película de especial fluidez narrativa en la que se impone contar un proceso político, social y deportivo extraordinario con extraordinaria condensación? En parte, con recursos clásicos, como el de contar frecuentemente algo más que lo que se cuenta en primer plano. Van tres ejemplos:
1. En su primer día de trabajo como presidente, Mandela se levanta tempranísimo (una costumbre bien arraigada en su difícilmente perturbable disciplina) y se está por afeitar: lo que vemos en el rostro de Morgan Freeman es el peso de la responsabilidad que le espera, y también vemos que la mitad de ese rostro es blanco porque está lleno de crema de afeitar. La dualidad blanco-negro y su convivencia en un sólo rostro –el del negro símbolo de los negros– están ahí, pero Eastwood no lo subraya, como sí hacen los directores limitados, los que cuentan sólo una cosa a la vez y con énfasis ensordecedor. Tenemos a Mandela/Freeman -nada más justo que un actor cuyo apellido significa “hombre libre” para interpretar a Mandela- frente al espejo. Como Delon en el principio de El samurai de Jean-Pierre Melville, Mandela freeman se mira a los ojos, sabe que debe enfrentarse a su destino, y al mirarse a los ojos sabe –al igual que el Jef Costello de Delon/Melville– que está preparado. (Comparar con el nada preparado, nada sólido Will de Hugh Grant en el principio de la encantadora About a Boy, a quien en la secuencia inicial jamás vemos hacer contacto ocular con el Will del espejo.)

2. Casa de los Pienaar, televisor prendido. Se ven imágenes de una visita de Mandela a un país del Lejano Oriente. Se escucha, además, que Mandela ha decidido donar parte de su sueldo para beneficencia. El padre de François Pienaar ha dicho socarronamente que la próxima noticia debería ser que finalmente Mandela está en Sudáfrica para encargarse de los problemas del país. En medio de las menciones a Mandela, de las noticias sobre Mandela, de Mandela en imágenes, de Mandela donando parte de su sueldo, suena el teléfono. Llaman a François, el capitán de los Springboks (la selección sudafricana de rugby), para que vaya a tomar el té con el presidente. Su padre le pregunta si se trata del presidente de la asociación de rugby. Francois, atónito, dice, “con el presidente”, y señala la televisión. Mandela es, entonces, omnipresente. El presidente que se encarga de todo, y de todo al mismo tiempo: alguien que sabe que no le queda toda la vida por delante y que piensa en su legado. Esa necesidad de hacer las cosas antes de que sea demasiado tarde pero conservando la calma y los modales son comparables a la actitud de Eastwood, que iba a cumplir los ochenta en 2010 y que seguía y siguió haciendo películas, unas cuantas películas-testamento (poco después llegaría la magistral Hereafter). La previa Gran Torino había sido un gran manifiesto no menos sacrificial que cascarrabias a favor de la justicia y de la convivencia pacíficas, y mostraba la conversión del personaje de Walt Kowalski, que pasaba de ser un viejo recalcitrante con todos los prejuicios raciales posibles a una suerte de tío-padre-mentor sustituto de una familia asiática. En los cambios de Walt Kowalski podían verse concentrados algunos cambios acaecidos en el Eastwood que, décadas atrás, como actor y director, podía apostar a la violencia como medio para terminar con la violencia -Los imperdonables era muy clara en ese sentido-, pero que había devenido en ese Eastwood que mostraba el sacrificio de Walt Kowalski para terminar con el ciclo de la violencia, o a este Mandela que decide dejar de lado cualquier idea de revancha, por justa que pudiera ser, y apostar por sorprender a los afrikaaners para lograr un objetivo mayor: la reconciliación acelerada de una nación.

3. El travelling y la grúa del inicio de la película, que van desde el prolijo campo de rugby en el que entrenan adolescentes blancos hasta la destartalada cancha de fútbol en la que juegan niños negros. Esos dos espacios quedan conectados no sólo por el movimiento de la cámara sino también por el movimiento del auto en el que viaja, recién liberado, Mandela; así, el líder es ubicado desde el principio por Eastwood en el medio de las razas, ambas en sus encierros detrás de rejas o alambrados. El coche y su comitiva en movimiento representan el cambio, los movimientos que se avecinan ante la desconfianza pesimista de los blancos, encarnada en el entrenador que les dice a sus dirigidos que recuerden ese día porque ese día su país se fue a los caños, y ante la euforia de los negros, encarnada en los chicos que vitorean el paso del coche que lleva a su líder.

Quienes objetaron Invictus por ingenua o por demasiado optimista quizás no hayan tenido en cuenta que Invictus era una película ejemplar, no un documento sobre la explotación racial sudafricana o sobre cómo la pobreza no se terminó con el fin del apartheid. De cualquier manera, las condiciones de pobreza de los negros estaban a la vista y jamás la película insinúa que los festejos deportivos les garantizaran alguna mejora económica. Según Eastwood y Carlin, Mandela quería comenzar a hacer un país a partir de un equipo de rugby, quería concentrar en ese equipo los deseos de triunfo de una nación, y quería que ese triunfo no terminara sugiriendo ninguna supremacía. Eastwood quería conectar, en el recuerdo del espectador, el plano de la mano negra y la mano blanca levantando la copa con el plano de Mandela con la mitad de la cara blanca en el espejo. Ese plano tan criticado de la copa y las manos era, como solía suceder con los cineastas que sabían hacer cine clásico, un punto de llegada, o más bien un punto del entramado, y no una mera ilustración ingenua hecha a las apuradas. Ese plano estaba, como suele suceder en las películas cohesionadas, íntegras, relacionado con el todo; era un nudo más en una red. Con Invictus Eastwood había hecho, cabalmente, una película política con grandes chances de ser despreciada por los cínicos y por aquellos que ven la política con categorías rígidas y que suelen reaccionar ofendidos o con acusaciones ante cualquier combinación impensada. Mandela pergeñó, e Eastwood filmó, no un mero cálculo político sino –como se dice en la película– un “cálculo humano” en pos de un mundo más civilizado. “No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política”, decía el historiador Miquel Aguirre, citado por Javier Cercas en Soldados de Salamina. Civilizada entonces, clásica y tersa, Invictus transcurre con la fluidez y la aparente sencillez de las películas hechas con la seguridad de quienes dominan su modo de expresión y, como gran película testamentaria, dejaba momentos y detalles que íbamos a querer recordar en el futuro. Cada uno tendrá los suyos, algunos de los míos son: 1. La actuación de Matt Damon, cuyo François Pienaar cambiaba progresivamente su disposición, su actitud: había un miedo muscular en Pienaar al principio, que iba mutando en una extraordinaria y perceptible confianza física y mental, lograda gracias al cálculo político y deportivo de Mandela (ese nombrado “cálculo humano”, su síntesis superadora). 2. El breve momento en el que la mucama de la familia Pienaar recortaba el diario. 3. El discurso de Mandela en el Consejo de Deportes. 4. Los scrums. En los partidos de rugby de la película –cargados de emoción deportiva y solidarios con el entramado del planteo mayor de Invictus–, los Springboks, entrelazados y clavados en el pasto en el scrum, no querían retroceder porque empujaban no sólo hacia el triunfo deportivo sino hacia el futuro. 5. Las entradas de Mandela al estadio. 6. Los tackles. Con cada tackle y cada nuevo tackle al neozelandés Lomu, Eastwood hacía reverberar la historia entendida como esfuerzo colectivo. Y cada uno de estos momentos no se puede recordar aislado, sino en la memoria global de una película solidaria en sus elementos, generosa en su propuesta, realizada por un cineasta cuyo mejor perfil, el que se proyecta hacia la posteridad, es el de un artista sabio y discreto.

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