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Ficción y documental. ¿Dos fuerzas en pugna?

La categoría de verosimilitud se refiere a la capacidad de una historia para hacer que creamos en lo que vemos. Para comprender esto, debemos pensar en un pacto de credibilidad, es decir, una especie de acuerdo implícito donde los parámetros de verdad y de mentira queden suspendidos, y en todo caso exista una lógica por afuera cuyo motor principal es la persuasión. Ahora bien, ¿cómo opera esto cuando vemos un documental o una ficción en el cine?, y ¿qué ocurre cuando las fronteras genéricas tienden a difuminarse?, ¿o es que alguna vez estuvieron claramente delimitadas?

Vamos al principio. A fines del siglo XIX encontramos una guerra de inventores obsesivos en distintas partes del mundo, una verdadera fábrica de ideas que dio forma a lo que podríamos llamar una arqueología del cine. La finalidad parece ser la misma: otorgarle movimiento a las imágenes. Edison crea el quinestocopio. No obstante, el gran acierto de los dos hermanos Lumiere fue convertir ese acto individual en algo social. La luz brillando sobre la pantalla en una sala oscura tuvo un efecto alucinatorio: el cine era algo más grande que la vida en el Boulevard Capucines de París. Lo que jamás pudieron imaginar esos inventores es la dimensión que alcanzaría este arte como fantasía, evasión y como negocio, al que declararon un invento sin futuro. ¿Un invento sin futuro?

El punto de partida de los Lumiere, en apariencia, la idea del cine como registro de lo real, como documento de lo cotidiano, inmediatamente se expandió hacia otras posibilidades. George Melies fue uno de los que asistió al Boulevard Capucines. Venía del teatro y encontró en el cine la posibilidad de expandir el concepto de arte escénico. Filmó las calles de la ciudad y accidentalmente creó lo que muchos consideran el primer truco de la historia. De allí en más, llenó sus experimentos y fantasías del teatro al cine y en convirtió en el primer experto en efectos especiales. Para muchos nacía la ficción.

Pero antes, incluso, de los desbordes mágicos de Mélies, quien abrió la puerta para contar historias, fue Alice Guy Blache, la primera directora, la artista completamente silenciada por décadas, fue pionera en el arte de narrar historias con una fuerza emocional única. En 1912 crea una pequeña maravilla, Falling Leaves. Una niña ha oído al médico decir que su hermana morirá antes de que las hojas caigan de los árboles. Por ello la vemos afuera, intentando atarlas. Ella fue la primera persona en la historia del cine en filmar una película de ficción con una trama propiamente dicha. ¿Por qué nadie la conoce? Porque fue mujer. Se estima que realizó alrededor de mil películas, entre cortos y mediometrajes, en los cuales abordó temáticas que siguen siendo relevantes hasta hoy. Uno de sus temas recurrentes era el cuestionamiento de los roles de género. También fue la primera en elegir un elenco de protagonistas afroamericanos e introdujo trucos, técnicas y recursos que luego se utilizarían masivamente como el coloreado a mano, el sonido sincronizado, el trabajo con animales y el rodaje fuera de estudio.

No obstante, la historia se ha escrito a partir de algunas certezas que se mantienen incuestionables incluso en nuestros días. El cine de los Lumiere asociado al documental frente al cine de Meliés vinculado a la ficción.

Son lugares comunes afirmaciones tales comoquienes patentaron los primeros dispositivos cinematográficos a finales del siglo XIX pensaban en las nacientes películas como una forma de documentar la vida real” o “tuvieron una inquietud netamente científica”, frente a “quienes entendieron el cine como una herramienta para crear arte”. Así, el documental quedó asociado al registro inmediato de un acontecimiento y la ficción a una recreación de la realidad con fines narrativos. ¿Qué hay de cierto en todo esto, o hasta dónde se puede constatar su alcance?

En 1961, el gran cineasta Jean Rouch y el sociólogo Edgar Morin se embarcan en una empresa bastante particular. En las calles de París y frente a la cámara, detienen a los transeúntes para formularles una pregunta: “¿es usted feliz?”.

Claro está, en la Francia de ese año, el interrogante aparece cargado de una connotación política muy fuerte dada la proximidad de la guerra contra Argelia y las divisiones internas que ello causó. La película en cuestión es Crónica de un verano, considerada canónicamente por la crítica como un ejemplo del llamado “cine verdad”. En un momento, Marceline, una de las protagonistas, cuyo doloroso pasado remite a los campos de concentración, atraviesa la Plaza de la Concordia mientras recuerda la muerte de su padre. La vemos acercarse y escuchamos su voz en off con un registro propio del lenguaje poético. Es un momento único, una especie de epifanía que trasciende el propósito ético inicial y nos coloca en otro plano, en el de una puesta en escena diferente cuyo objetivo pasa por un tratamiento creativo de esa materia prima llamada “realidad”, a partir de la intensidad emocional que destila el discurso del personaje y que, visualmente, se acompaña de un trabajo notable con la fotografía.

Errol Morris, otro gran cineasta identificado con el documental, se esfuerza en cada una de sus películas por ir más allá del fiel retrato testimonial. La organización de una atmósfera matizada por el uso especial de la banda sonora y la utilización de planos compuestos para marcar el artificio, más allá de la supuesta pretensión de veracidad de sus cabezas parlantes, cuestionan cualquier delimitación genérica. La delgada línea azul (1988), sobre un oficial de policía de Dallas asesinado a balazos y sus derivaciones judiciales, no es la excepción.

Sin embargo, pese a los intentos del propio Morris por desligar su película de cualquier lectura que la reduzca a un testimonio verídico, fue utilizada en un nuevo juicio más tarde como prueba, lo que derivó en la revisión de la condena y en la liberación del acusado, luego de haber pasado doce años en la cárcel injustamente.

Ambos casos nos hablan de una tensión. Parece decirnos Rouch que la supuesta naturaleza del género documental no se agota en parámetros tales como verdad y falsedad, ni se subordina al mero registro (cuestión ontológica) sino que mucho tiene que ver la representación (cuestión formal e ideológica) donde lo estético puede ser tan fuerte como lo ético. Parece no poder evitar Morris, no obstante, una fuerte restricción genérica que opera en el imaginario de los espectadores con respecto a los documentales, a saber, que lo ético está por encima de lo estético y que las ataduras a lo real siguen siendo rígidas. En otras palabras, hay un contrato vigente de lectura que se sostiene sobre la base de lo convencional, donde decir “documental” implica la directa asociación con la inmediatez de lo actual y lo cotidiano. De esta tensión, surge, por lo menos, una visible brecha entre lo que se pretende con una película y lo que el espectador y las instituciones luego hacen con ella, al mismo tiempo que se instala como signo recurrente la amplitud de la producción documental contemporánea, llena de aristas y de procedimientos que enriquecen las posibilidades del cine como modalidad expresiva más allá de ciertos modelos hegemónicos e industriales de narración que pueblan las pantallas y se consagran al mero disfrute condicionado por el mercado. Por el contrario, mientras este modelo se reduce a esta lógica de la repetición, el género documental amplía su horizonte hacia límites insospechados y permite abrir en forma constante la discusión acerca de su naturaleza (y del cine como lenguaje), lo que para algunos representa el futuro de la ficción.

Cocteau decía que el cine es una escritura en imágenes y esto parece ser la única certeza, más allá del negocio, del espectáculo y de las etiquetas genéricas. Pero lo que distingue al cine de todos los demás medios culturales de expresión es la fuerza excepcional que posee el hecho de que su lenguaje funciona a partir de la reproducción fotográfica de la realidad. Ahora bien, la realidad que aparece en la pantalla, nunca es totalmente neutra sino siempre signo de algo más. Esto es algo que desveló a Andre Bazin cuando hablaba de la ontología de la imagen cinematográfica y que Ricahrd Linklater retoma en su película Despertando a la vida (2001), cuando habla de momento sagrado. Esta ambigüedad (que la emparenta con el lenguaje poético) entre lo real objetivo y su imagen fílmica determina en gran parte la relación entre el espectador y la película, que va desde la creencia ingenua en la realidad representada hasta la percepción intuitiva o intelectual de los signos implícitos en un lenguaje.

Por ello es interesante Lumiere. La aventura comienza (Thierry Frémaux, 2010), porque uno de sus grandes presupuestos es que el cine, aún en aquellos intentos por reproducir mecánica y fotográficamente la realidad desde sus inicios, siempre fue una puesta en escena que supuso actos creativos detrás de cámara, decisiones a favor ¿de la ficción? Basta ver de qué modo el director examina los cortos de los Lumiere para dar cuenta de esa búsqueda.

Documental y ficción son dos categorías que se construyeron sobre presupuestos que podrían ser revisados, pero que, sin embargo operan con mucha fuerza en el imaginario popular, colectivo. Alguien dice fui a ver un documental (no una película); otro sostiene, fui a ver una película (porque vio una ficción). Podemos revisar dos estrenos recientes en la Argentina cuyo centro dramático es el mismo, pero cuyo éxito inevitablemente estuvo ligado, no sólo a los mecanismos de distribución y de producción, abismalmente desiguales, sino a cómo opera aún en los espectadores tal distinción entre documental y ficción: Argentina 1985, (Santiago Mitre, 2022) y El Juicio (Ulises de la Orden, 2023). La primera, habilitada por el imaginario para ser mostrada en salas, escuelas y otros ámbitos, acaso por utilizar recursos de una narrativa propia de la industria clásica; la segunda, es el espejo que tantos evitan porque es un documental. 177 minutos que compactan más de 530 horas en un notable ejercicio de montaje para crear la trama de una memoria que tiene que ser vital y decisiva. Un documento, sí, pero también una organización en materia cinematográfica que incluye momentos de tensión y de emoción únicos. Sin embargo, pese a todo, las elecciones aún hoy en el imaginario siguen operando con la fuerza de la demarcación.

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