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La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) de Charles Laughton. Una película insomne

Hay textos, películas, canciones, y otras tantas formas de arte que a lo largo de nuestras vidas nos acompañan e interrumpen de vez en cuando el curso de los días porque vuelven recurrentemente. En general, pueden provenir de la infancia, ese lugar donde depositamos varias cosas para siempre. Recuerdo cuando aparecieron Tiburón (Steven Spielberg, 1975) o Halloween (John Carpenter, 1978), a las cuales no pude ver en sala por mi temprana edad pero a las que vivencié en una especie de contrapicado mientras los adultos juraban no ir más a la playa o caminar solos por veredas desoladas y otoñales. El cine, como ningún otro dispositivo, está vinculado al inconsciente y gran parte de sus efectos son residuales, de modo tal que nos acompañan durante nuestras vidas, a menos que hagamos un conjuro a favor de un olvido obligado. La película que cumple con estos parámetros fue ignorada por mucho tiempo, se convirtió en una especie maldita para su director y recién unas décadas después de su estreno se transformó en culto sagrado. Me refiero a uno de los grandes títulos de la historia: La noche del cazador, de Charles Laughton.

Basada en la novela homónima de 1953 escrita por Davis Grubb, toma como referencia un hecho real, un criminal de nombre Harm Greth en plena depresión, que la adaptación fílmica transforma en la figura de asesino moral, ese paradigma que veríamos transitar en reiteradas oportunidades por los universos de Hitchcock y Allen. Robert Mitchum, Shelley Winters y Lilian Gish conforman un trío protagónico de aquellos en un marco que mucho le debe a las historias maravillosas, no exentas de crueldad y de temor. Desde las primeros minutos se escuchan las palabras “Sueña, mi pequeño sueña…El temor es sólo un sueño", sentencia que conjuga el imaginario de las canciones de cuna, pero que remite también al ámbito fantasmagórico de la sala de cine, ese espacio donde no todo es vigilia la de los ojos abiertos. Minutos después, la irrupción de Mitchum como el predicador asesino dará paso al nacimiento de un ícono. Laughton sostiene un esquema expresivo a base de luces y de sombras cuyas raíces son expresionistas, es cierto, pero cuya materialidad eleva la puesta en escena a una cumbre inigualable. Una serie de signos (Love/Hate inscripto en las manos) y de contrastes gobiernan inmediatamente la trama, y la crueldad irrumpe en la casa de una familia desprotegida. Powell será como el lobo que va por sus víctimas, no sin antes imponer un sistema basado en la elegante perversidad, anticipando zonas de películas posteriores como El exorcista (William Friedkin, 1973) o Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982). Cada escena es prodigiosa, comenzando por esos exteriores iluminados de manera gótica, pasando por momentos antológicos como la huida de los niños, filmados con una plasticidad pictórica increíble, y confirmando problemáticamente que la belleza puede estar ligada al horror, sobre todo cuando las sombras gobiernan la habitación de la casa en una clara reminiscencia a El gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920). Mientras tanto, la música puntúa y abraza. La relación con las canciones de cuna infantiles incrementa los contrastes porque se trata de un consuelo en medio de la pesadilla.

A medida que pasan los años, La noche del cazador confirma la vigencia de los clásicos y su destino sinuoso desde la misma concepción. En efecto, ¿cómo pasó de ser un oscuro cuento incomprendido en su momento a ser considerada una de las mejores películas de la historia del cine? A raíz del fracaso de taquilla cuando se estrenó, Laughton no volvió a dirigir. Evidentemente, nadie quiere ver las miserias propias en contextos problemáticos. En 1955 pocos querían escuchar hablar de la Gran Depresión en EE.UU, cuando los vientos de la reactivación del consumo comenzaban a pegar fuerte en la cara. Tampoco elegían hablar de ese sur rural plagado de religiosos hipócritas y de seguidores enardecidos. Las formas expresionistas elegidas refieren parte de ese desquicio colectivo promovido por figuras siniestras. Laughton arma una serie de símbolos que dan cuenta de un ideario basado en antinomias. El río, por ejemplo, separa la geografía en dos zonas vinculadas al Bien y al Mal, un binomio que atraviesa toda la película. También los objetos son determinantes por su carga psicoanalítica. En dos o tres oportunidades, Powell utilizará un cuchillo cuyas connotaciones transitan el camino de la sexualidad/muerte.

No obstante, que la película, más allá del principio de placer y de su carácter hipnótico, se transforme en un objeto insomne obedece a una incomodidad que provoca y que está asociada a la manera en que las masas legitiman una cierta clase de monstruos con apariencia de normalidad. Tal vez sea ese el costado político que tanto incomodó en la época y que condicionó la adhesión del público. Pero también es un aspecto que la mantiene vigente, sobre todo en un mundo donde el fanatismo político y religioso se torna inmanejable. En una de las mejores escenas culminantes una masa enardecida pide linchar a la misma criatura que hizo posible. La situación se vuelve atemporal, sobre todo si tenemos en cuenta la caída de liderazgos en distintas partes del mundo, donde se pasa del carisma a la sangre. Sobre todo si tenemos en cuenta que la política se ha convertido en un teatro de máscaras sobre un escenario de sospechosa virtualidad. Somos espectadores cada vez más pasivos de ellos, somos los corderos en la noche del cazador.

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