Las prostitutas del régimen: Salon Kitty (1976), de Tinto Brass.

A propósito del impacto que me produjo The Zone of Interest, de Jonathan Glazer -sobre la cual redacté un artículo-, se me sumaron al diálogo otras películas, algunas inevitables. Aquella nota incluye algunas de ellas. Pero pensé también en Salon Kitty (1976), usualmente relegada o vista de soslayo. Tal vez por la progenie erótica a la que responde, pero también porque su director, Tinto Brass, no es considerado de igual manera que otros. A mí, Tinto Brass me encanta.

Con Salón Kitty suceden varias cosas. Es un punto de inflexión en el camino del director italiano, nacido en 1933. Con esta película y Calígula (1979), el registro erótico por el cual hoy se le reconoce comienza a destacar, en una filmografía donde sobresalen títulos como La llave (1983), Paprika (1991) y Tra(sgre)dire (2000); a la par de otros, primerizos y menos vistos, como Con el corazón en la garganta (1967), L’urlo (1968) y Nerosubianco (1969).

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Basada en la novela de Peter Norden, la historia recrea un hecho real, sucedido durante los días del nazismo, cuando el burdel berlinés “Salon Kitty” fuera utilizado como un antro espía. Entre las alcobas del lugar, desfilaban jerarcas y oficiales, además de ciudadanos más o menos anónimos, que daban rienda suelta a confesiones involuntarias, que eran promovidas por las mismas prostitutas. Parece increíble: la idea fue de Lina Heydrich, nazi devota y esposa de Reinhard Heydrich –uno de los principales impulsores de la Solución Final-, personaje que el film trastoca en la figura del jerarca Helmut Wallenger, interpretado por el austríaco Helmut Berger.

De acuerdo con el film de Tinto Brass, el proyecto de Wallenger inicia a partir de la incorporación al proyecto del burdel, de mujeres de indudable afecto nacionalsocialista. Amas de casa, madres e hijas, todas serán puestas a prueba. Nada importa más que la adhesión al régimen. La búsqueda de las “más aptas” tendrá correlato en la expropiación del burdel que dirige madame Kitty Kellerman (Ingrid Thulin), quien pasará a partir de allí a cumplir funciones de institutriz.

La operación, claro, tiene sus ribetes grotescos. De hecho, todo es un grotesco. Y claro que esto es algo que Brass utiliza en beneficio propio. La “caza” de chicas tendrá un momento ejemplar en la figura de la madre que, en un cine, se incorpora al saludo de “¡Heil Hitler!” durante la proyección de un documental. (Lo más probable es que esas imágenes correspondan a El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, la cineasta del régimen.) Más adelante y con el burdel ya en funciones, otro tanto sucederá alcobas adentro, cuando uno de los oficiales pida a la prostituta que le deje proyectar sobre su cuerpo imágenes de cine. Él se excita, mientras ella interactúa con un Hitler de celuloide y la muchedumbre que ruge. Son pantomimas admirables, de un director irreverente, que además señalan la mirada crítica que el cine siempre tuvo sobre sí mismo. En lo personal, entre Riefenstahl y Brass, siempre elegiré a Brass.

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En otro orden, la convocatoria física de Wallenger le permite a Brass un montaje paralelo, con hombres y mujeres estudiados y repartidos por igual, en perfecta simetría. La dualidad se corresponde con la secuencia inicial de Salon Kitty, en el baile transgénero de Ingrid Thulin: su cuerpo caracterizado se encuentra dividido en dos partes, una masculina, otra femenina. De acuerdo con el perfil, la elección sexual de quien mire. Pero el cuerpo de Thulin incorpora la dualidad sexual, no la escinde. El binomio sexual (hetero)normativo, hace que al momento de elegir los “mejores físicos”, la película inevitablemente mire con socarronería otra vez a la Riefenstahl; en este caso, Olympia, dedicada a los juegos olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Las imágenes en rallenti del famoso documental de Riefenstahl, de alguna manera son evocadas por los cuerpos desnudos de Brass, alineados y en marcha, rumbo a la gimnasia sexual, en donde el sexo aparece como un ejercicio físico premeditado, de finalidad impuesta. Qué horrible, qué aburrido.

Con las chicas y la institutriz en funciones –y va a ser bravo el asunto, se queja madame Kitty, con mujeres que a simple vista tan poco interés sexual despiertan-, el Salón está listo para iniciar su tarea. El dúo que integran Kitty y el nazi Wallenger se completa en forma de trío con Margherita (Teresa Ann Savoy), quien no deja de ser crítica con sus padres, creyente como es ella de las virtudes nacionalsocialistas. Al partido le dedicará su cuerpo joven, vuelto ahora el de una prostituta espía.

Margherita es el personaje nodal, porque es con ella cuando Wallenger siente pasión, un sentimiento que tendrá que domar, así como lo hace con su esposa despreciada, a quien sabe humillar. Por eso, con Margherita, Salon Kitty encuentra la llave a través de la cual horadar el prostibulario nazi. La fisura, casi imperceptible, comienza cuando el sexo con uno de los muchos oficiales se transforme progresivamente en algo más, íntimo y transgresor respecto del control ejercido sobre las ideas y los cuerpos.

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En otro orden y conforme a la puesta en escena, el burdel delineado por Tinto Brass responde al ideario de un laboratorio, donde analizar el grupo social y procesar datos; un ámbito ideal para elegir quiénes mueren. El prostibulario nazi como una célula desde la cual inocular disciplina y temor, con la delación como moneda de cambio. Un filtro por el cual hacer pasar a propios y ajenos, con el sexo como prueba y tentación. Y acá algo sustancial. Porque si bien Salon Kitty marca el derrotero erótico en el cine de su autor, seguramente sea la menos erótica de sus películas. Maniatados como están los cuerpos, sujetos a depravaciones impuestas –que Brass juega en algunos casos irónicamente, con humoradas y ridículos, como un gran pene de pan o la ropa interior femenina de un jerarca–, lo que no aparece es el disfrute. Si lo hace, es fugaz. Y no es casual que éste suceda entre Margherita y su oficial enamorado, alguien a su vez traumado por el rol asesino al que le obliga la guerra, alguien que sabe que “el ser humano sólo pertenece a la humanidad”.

Este micromundo de terror planificado tiene correlato fílmico con otro aún más intolerable. Es el que delinea Pier Paolo Pasolini en Saló o los 120 días de Sodoma (1975), su última película antes de ser asesinado. Saló es una travesía horrible que debe verse. La película de Brass no se atreve a tanto o no puede, tal vez sólo Pasolini. El eco con este film no es el único, otro y fundamental es con Portero de noche (1974) de Liliana Cavani, con Charlotte Rampling y Dirk Bogarde en plan sadomasoquista: la primera, una sobreviviente del campo de exterminio; el segundo, su torturador; los dos, amantes. Y hay un tercer título importante, entre otros: La caída de los dioses (1969) de Luchino Visconti, donde la decadencia de un grupo familiar durante el nazismo era interpretada por Bogarde junto con, nada casual, Helmut Berger y la sueca Ingrid Thulin, intérpretes de Salon Kitty. Cada una de estas películas es un momento intenso, de nexos recíprocos.

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Sobre el desenlace, y en sintonía con el cine de terror con mansiones diabólicas, el fuego surge con las explosiones. Para que llegaran esos bombardeos, era necesaria la participación norteamericana. Allí entonces, el papel breve y significativo del actor John Ireland, dedicado a colaborar con el plan urdido entre Margherita y Kitty. Quien quedará desnudo, literal y metafóricamente, es Wallenger. Su odio le consume. Como si la búsqueda continua del enemigo culminara por lograr que la serpiente muerda su cola, algo que supo señalar la filósofa Hannah Arendt al decir que el totalitarismo no podía menos que condenarse al fracaso, llegado el momento inevitable de matarse entre propios.

Tinto Brass es un director a revalorizar. El acento erótico de su obra, desenfadado, hoy seguramente esté puesto en entredicho por muchos, debido a su incorrección. A mí me resulta un rasgo fundante para su puesta en escena, proclive a una poética personal (más o menos lograda, según el caso). Tuvo sus fricciones (Calígula es el caso ejemplar, retirando él su nombre de los créditos), y mantuvo coherencia discursiva. El sexo, para Brass, es un lugar de encuentro y disfrute; mientras que el nazismo, como antítesis, niega la alegría porque hace lo mismo con la condición humana. De este encontronazo, surge la furibunda respuesta de Brass: ¡viva el sexo! Algo que sus personajes suelen encarnar de maneras festivas, en cuerpos que se celebran a sí mismos mientras se comparten con otros. Y esto es algo que el nazismo (el de ayer o el de hoy) no tolera. Por esto, y por mucho más, siempre elegiré a Tinto Brass.

Leandro Arteaga

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