El terror argentino tiene una larga trayectoria que se puede remontar a la que se suele decir que es la primera película: El hombre bestia o la aventura del capitán Richard (1935). Ya van más de ochenta años en los que diferentes directores utilizaron la narrativa del género para transmitir sus propias inquietudes, a veces más ancladas en el folklore local —Nazareno Cruz y el lobo (1975)— a veces mirando más para afuera, a la Hammer por ejemplo —Obras maestras del terror (1960)—. Pero ¿qué hace de Cuando acecha la maldad una bisagra en el terror argentino?
Primero que nada recibió un reconocimiento jamás dado a una obra latinoamericana: el máximo premio del Sitges, el Festival Internacional por excelencia del género. Hubo un factor que fue clave en su difusión, al ser financiada por Shudder, una productora de Estados Unidos. Se estrenó allí causó un revuelo sin precedentes. Al momento de escribir esto ya lleva recaudando más de 600000 dólares en taquilla a nivel mundial y más de 130 mil espectadores en Argentina, lo que la convirtió en la película de terror nacional más vista hasta el momento en su propio territorio. Eso sin contar la ola de reseñas positivas tanto del público como de la crítica especializada.
Estos no son datos aislados. Este es el reflejo de una película que se arriesgó. Una obra de terror que se atrevió a la crudeza sin importar la posible recepción negativa ante lo que no es apto para todo público o a lo que no apela al simple “jump scare”. Una cinta que narra lo justo y necesario y que contiene potentes subtextos bajo la superficie de la trama.
Un lore ominoso
La película comienza en una zona rural argentina. Es un pueblo que puede ser tantos otros pueblos del país, y que emana la idiosincrasia de una forma auténtica, lo que hace al espectador sumergirse de lleno desde un principio. Pero en este caso no solo incide eso, ni la tridimensionalidad de los personajes interpretados de forma brillante por Demian Salomon, Ezequiel Agustín Rodríguez, Luis Ziembrowski, Silvina Sabater y tantos más, ni la exquisita fotografía de Mariano Suárez, los realistas efectos prácticos de Marcos Berta o la música inmersiva de Pablo Fuu. La dirección y el guión de Demian Rugna se encargan de construir un lore propio. Un lore ominoso y verosímil, anclado en elementos folclóricos locales, pero que va más allá.
En esta obra existen lo que se llaman “embichados” o “encarnados”. Son a mí entender una reformulación del clásico poseído demoníaco que debe ser exorcizado. Solo que en este caso, y como se nombra varias veces en la película, “Dios murió y los tiempos de las iglesias se han acabado”. Y por lo tanto, y aunque se halla nombrado, tampoco hay un Satanás o entidades tan nítidamente representadas. Solo se sabe que —muy al tono del horror cósmico— se encuentra lo inhumano, lo indefinible, lo desconocido. Y esto puede meterse en el cuerpo y no salir a no ser por un ritual técnico muy específico, del cual no requiere un cura, una cruz y palabras, sino todo un mecanismo y pasos precisos para llevarlo a cabo.
.
Y en este lore hay siete reglas claras: no utilizar luz eléctrica, no estar cerca de los animales, no llevar nada que haya estado cerca de un embichado, no lastimar a los encarnados, no llamar a la maldad por su nombre, no dispararles con armas de fuego y no tener miedo de morir. Están insertadas en la consciencia popular. No se las niega. En algún momento se las escuchó. En algún momento alguien tuvo algún caso cercano. En algún momento alguien se vio afectado de alguna u otra forma.
Bajo la superficie
Pero bajo este microcosmos de tensión, de angustia, de reglas y de crudeza se encuentra un iceberg de subtextos. La crítica a la institución de la Iglesia está todo el tiempo presente. Ya de por sí se subvierte la narrativa del exorcismo, y si bien se menciona a Satanás o Azrael como nombres de la maldad es lo único que remite a la religión cristiana. Los sacerdotes no tienen lugar en este mundo. El Papa, menos. Dios, en una retórica nietzscheana, ha muerto y sus instituciones ya no cuentan con el poder que sí tenían en la tradición clásica de este subgénero del terror.
Sin embargo, hay otros subtextos más sutiles pero igual de relevantes. No es casualidad que la locación elegida para la película sea una rural, ni que el término usado para quienes son “poseídos” es “embichado”. Esta palabra forma parte del argot agricultor para cuando un cultivo se echó a perder, por ejemplo, a causa de plagas. En tiempos actuales, lo que más está causando enfermedades y estragos en la población rural es el uso de agrotóxicos. La cinta puede ser un vivo reflejo de ello.
Por otro lado, hay una crítica respecto a otro tema delicado: la xenofobia. Uriel y su familia no son deseados en el pueblo. “Lacras. Vinieron a contaminarlo todo”, dice Ruiz mientras les apunta con el arma. No eran de allí y se mudaron recientemente. Son rechazados por la sociedad local. El ejemplo más significativo de esto es cuando los hermanos protagonistas envían al hermano menor de Uriel a dormir al granero como si fuera un animal en vez de permitirle hospedarse en su casa.
Y la reformulación del tropo clásico del exorcismo es más que evidente en relación a una situación que afectó de forma coyuntural al mundo entero: la pandemia del Covid-19. Así como esta contaba con muchas reglas para prevenir su expansión, lo mismo se aplica al contagio de la “maldad”. No se queda solo en un cuerpo como en la veta clásica de cine de exorcismo, sino que la maldad tiene la habilidad de poder contagiarse de persona a persona a la manera de una pandemia si no se toman los recaudos suficientes.
Un antes y un después
Por todas estas razones y más, Cuando acecha la maldad representa una bisagra en el terror argentino. No porque no haya habido buenas películas antes, ni mucho menos. Si no que este nivel de reconocimiento general, tanto del público como de la crítica, debido a una narrativa de calidad, puede marcar un precedente importante. Puede llegar a impulsar un aún más justo trato al género como nunca lo fue antes acá, al ser exhibido por más tiempo en salas comerciales, al recibir más financiamiento, y a dejar de ser solo recibida por un pequeño círculo, sino por un público mayor y deseoso de algo diferente.
Por Alex Dan Leibovich
¡Comparte lo que piensas!
Sé la primera persona en comenzar una conversación.