El viento soplaba suavemente sobre Shiz, haciendo danzar las hojas caídas alrededor de la ventana de Glinda. La joven de rizos dorados observaba el horizonte con la mirada perdida, su mente atrapada en recuerdos que no podía borrar, en sentimientos que no sabía cómo nombrar.
Desde que Elphaba había irrumpido en su vida, nada había sido igual. Al principio, la detestaba. Esa chica altiva y misteriosa, con opiniones tan firmes como su presencia. Pero con el tiempo, había aprendido a ver más allá de su piel esmeralda y su actitud desafiante. Había descubierto una mente brillante, un corazón noble... y una sonrisa que derretía sus miedos más profundos.
—¿Glinda? —La voz familiar de Elphaba la sacó de sus pensamientos. Se dio la vuelta, fingiendo una despreocupación que no sentía. La otra bruja estaba en la puerta, con los brazos cruzados y esa mirada intensa que siempre parecía leer su alma.
—Oh, Elphie. ¿Cuánto tiempo llevas ahí? —intentó sonar casual, aunque su corazón latía con fuerza.
—El suficiente para saber que estabas perdida en tu propio mundo. —Elphaba arqueó una ceja, avanzando un par de pasos—. ¿Todo bien?
Glinda asintió, pero no se atrevió a mirarla directamente. —Claro, solo... reflexionando sobre nuestras lecciones de magia.
Elphaba soltó una risa suave, ese sonido raro y hermoso que Glinda atesoraba. —Pensé que las lecciones de magia te aburrían.
—Quizás estoy cambiando... —susurró Glinda, su mirada finalmente encontrándose con la de Elphaba.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Sus ojos se conectaron, una conversación silenciosa que decía más de lo que las palabras jamás podrían expresar. Glinda sintió un calor inexplicable en el pecho, uno que se extendió hasta sus mejillas.
Elphaba pareció notarlo, sus facciones relajándose mientras una suave sonrisa aparecía en sus labios. —Nunca cambies demasiado, Glinda. Me gusta quién eres ahora.
Antes de que Glinda pudiera responder, las campanas de Shiz sonaron en la distancia, recordándoles el evento de esa noche. La ceremonia donde Glinda recibiría su título de “Glinda la Buena”.
—Deberíamos irnos... —dijo Elphaba, aunque su voz era apenas un susurro.
—Sí... —Glinda no se movió. No podía, no cuando el aire entre ellas estaba tan cargado de sentimientos no dichos.
Horas después, en el salón principal...
La ceremonia había sido grandiosa, con todos alabando la belleza y gracia de Glinda. Pero mientras las luces brillaban y las risas llenaban el salón, Glinda solo podía pensar en una persona.
Encontró a Elphaba en un balcón apartado, mirando las estrellas como si buscara respuestas en el cielo.
—Te perdiste el brindis. —La voz de Glinda era suave, pero suficiente para sacar a Elphaba de sus pensamientos.
—No soy muy buena en esas cosas sociales... —respondió Elphaba, sin apartar la mirada del cielo.
Glinda dio un paso más cerca, su vestido dorado brillando bajo la luna. —No tienes que ser buena en eso. No cuando eres brillante en todo lo demás.
Elphaba finalmente la miró, sus ojos verdes reflejando la luz de las estrellas. —No entiendo por qué te importo tanto...
Glinda se acercó, su corazón latiendo frenéticamente. —¿No lo ves? Eres todo lo que yo no soy... y todo lo que quiero ser.
Elphaba abrió la boca para responder, pero Glinda la silenció colocando su mano suavemente sobre sus labios.
—Desde aquella noche en el aula... cuando cantamos Defying Gravity. Cuando te vi elevándote, desafiando a todos, incluso a mí... supe que mi corazón te pertenecía.
Elphaba la miró con asombro. —Glinda... yo...
—No hables. —Glinda dio un paso final, cerrando el espacio entre ellas. Sus labios se encontraron en un beso suave y delicado, lleno de emoción contenida y promesas silenciosas.
El mundo pareció desvanecerse, dejando solo a las dos brujas bajo el cielo estrellado. En ese momento, no había bien ni mal, ni expectativas ni destinos separados. Solo estaban ellas y el amor que habían encontrado contra todo pronóstico.
Cuando finalmente se separaron, Elphaba apoyó su frente contra la de Glinda, sus ojos brillando con lágrimas no derramadas. —No puedo quedarme...
Glinda asintió, su corazón rompiéndose lentamente. —Lo sé. Pero esta noche, al menos esta noche, quédate conmigo.
Y bajo las estrellas de Oz, dos almas se encontraron, desafiando la gravedad una vez más.




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