El señor Castelman tiene graves problemas a la hora de interpretar los signos. Esto, en su vida cotidiana le ha traído más de un dolor de cabeza. En especial con la señora Castelman, quien hace unos minutos le ha cerrado la puerta en la cara y se ha ido a pasar el fin de semana a Caseros, a la casa de sus padres. Podría el señor Castelman significar el gesto según las expectativas de su esposa e intentar reparar el inconveniente marital con algunos llamados telefónicos o un viaje en el 181 de una hora y media hasta lo de los suegros.
Pero una puerta cerrada es signo de otra cosa, dice Castelman. Representa toda la incertidumbre que genera la tensión de la que se valen los hombres para crear arte. La vacilación, lo desconocido, todo aquel universo que se formula detrás de la puerta cerrada es, precisamente por invisible, todos los universos posibles al mismo tiempo. El adiestramiento del ser humano, hacia un comportamiento pragmático ha llevado a la creencia de que lo natural resulte en una tendencia al deseo de abrir la puerta. Por el contrario, asegura Castelman, la naturaleza del hombre es contemplar el picaporte sin estirar la mano; de manera que de esa pasividad aparente nazca la misteriosa esencia de un cuento, de un cuadro, de una escultura. Y el resultado, la singularidad humana.
Pero hay algo más que la conveniencia en tantas aperturas de puertas, piensa el señor Castelman. En realidad, hay una evasión. Una búsqueda de un refugio que salvaguarde al hombre del terror. Porque lo cierto es que, si una clausura reproduce hasta el infinito las posibilidades, el resultado puede ser, además de impredecible, pavoroso y humillante.
El señor Castelman vive todos los días con pavor y humillación. De vez en cuando, le gustaría abrir todas las puertas.
Una semana después, sin novedades de su esposa, Castelman ha olvidado sus meditaciones y se dispone a salir de su casa, porque después de todo, la quiere mucho a la señora Castelman. Hace frío. Agarra un abrigo y algo de cambio para comprar unos chocolates. Echa un último vistazo al departamento por si olvida algo desordenado que agrave el enojo de la señora al regresar, abre la puerta y sale. Justo al salir, un espejo que no debería estar donde está, le devuelve su imagen. Y aunque se ha quedado paralizado, la cabeza del espejo niega lentamente, y descubre en el sepia del reflejo, en los cabellos engominados, firmes y negros como el carbón, en la blancura fantasmal del rostro, las prominentes orejas, la mirada enajenada y pavorosa y el cinismo de una sonrisa furtiva y sin dientes, el rostro de Howard Phillips Lovecraft.