Al principio fue el caos. Sobre Saturday Night (Jason Reitman, 2024)

Puede que Saturday Night se presente como una clásica ficción americana mediante la cual un productor y su equipo se desviven para sortear obstáculos y lograr su objetivo: estrenar un programa en vivo. Como suele ocurrir en estos casos, hay un modo de relato que se emparienta con lo deportivo: a través del esfuerzo se logra el éxito. No obstante, más allá de lo convencional, el principal mérito de Jason Reitman es encontrar la forma adecuada para un contenido mítico, es decir, el momento en que la televisión cambió de manera decisiva, ese día en el que por azar más que por lógica se emitió por primera vez Saturday Night Live y un grupo de talentos desquiciados hicieron historia. Entonces, lejos de un registro testimonial o de una crónica ordenada de los hechos, asistimos a un frenesí sostenido con planos de larga duración, movimientos continuos, gente que transita los pasillos, presiones y locuras de todo tipo. Como si Reitman continuara las lecciones de Robert Altman y Paul Thomas Anderson, nos lleva de las narices con su cámara inquieta, nerviosa, acorde a uno de los ejes rectores de la comedia: el caos, fundamento de su naturaleza subversiva.

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Estamos en 1975, en New York, y la ciudad es justamente un caos que luego se prolongará adentro del estudio. Vemos entrar a una de las tantas glorias futuras, Andy Kaufman. Y no pasará mucho tiempo para adivinar otras: Chevy Chase, Billy Crystal, John Belushi y Dan Aykroyd, entre tantos rostros y cuerpos cuyos destinos se diversificarían en el futuro. En medio, el creador de todo, Lorne Michaels, secundado por un delirante grupo de laderos incondicionales. Desde el comienzo está claro que no hay tiempo para relajarse. Un cronómetro con fondo negro avanza apenas por minuto y cada minuto es homologable a años por la rapidez con la que se desencadenan las situaciones. Se trata de sentir el vértigo de lo nuevo, de recorrer los bastidores con todas las máscaras del espectáculo, de transitar un territorio virgen para explorar, un campo minado de diamantes en bruto. Lorne lo sabe y de allí su persistencia, su condición de kamikaze dispuesto a chocar contra lo que venga. Es la intuición de los genios, capaces de sobrellevar las peleas, las negociaciones y las adversidades como un comediante más. La cámara de Reitman dignifica de modo jazzístico en sus movimientos el espíritu de la improvisación y capta el músculo inquieto de un tsunami que avanza y parece dispuesto a arrastrar lo que se le cruce por el camino. De eso se trata la película, de meterse en el riñón del estudio, dar cuenta de los intersticios, abordar la lógica demente de un espectáculo visto desde diversos ángulos y puntos de vista. Caminar, correr y cantar. Intentar, ensayar y caer para levantarse. Y reír, por supuesto, porque la risa es salvación, contagio y sabiduría garantizada. En uno de los momentos extraordinarios, cuando las cosas parecen caerse al vacío y los que ponen la plata quieren desistir con su apoyo, un meteorólogo interpretado por Belushi salva las papas con una improvisación magistral para lograr un poco más de aire.

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Hay un aspecto emocional en la propuesta. Así como el programa catalizó los intereses de una generación, Reitman ofrece una fiesta para los fans de la comedia televisiva y nos regala las semillas de una camada de actores y actrices inolvidables, con la frescura y la espontaneidad propias de un mundo que parece un sketch gigante y eterno, fragmentado y disperso, en un estudio que simula ser una caparazón gigante, por momentos asfixiante, que tiende a comprimirse, llenarse de gente, más de la que cabría normalmente, como si estuviéramos en una película de los hermanos Marx. Tanto el tiempo como el espacio son elásticos, dinámicos y cambiantes. Reina la locura y siempre es sugerente y productiva esa cornisa por la que transitan a punto de caerse los personajes para el otro lado del patio, es decir, en el terreno de la fatalidad latente. Como se suele decir, todo depende del punto de vista de cómo miremos las cosas. Porque en esos lugares donde la desesperación reina, el humor es un mecanismo de defensa. Tal es así que las catástrofes también hacen reír y los cómicos son quienes liberan nuestro apetito de destrucción. Y este espíritu es una manera de expresar la inadaptación al mundo que lo rodea, es decir nuestra propia inadaptación si se quiere.

Y en toda esta carrera, la previa también se estira como chicle, generando la sensación del destino pende de un hilo. Las cosas se caen, las fallas técnicas se acumulan, las excentricidades se manifiestan sin pedir permiso. Hay que seleccionar, montar y meter cantidad de material en el lapso de una hora y media. Tener o no tener todo bajo control, ésa es la cuestión, ante la presión de los señores con traje, quienes quieren darle una lección al consagrado Johnny Carson, la competencia, y los esbozos de profesionalismo que representan los cómicos y las cómicas, pataleando como niños malcriados, encerrándose, gritando, cuestionando, pero también sacando a relucir la genialidad en los momentos culminantes. Garret, el personaje que deambula sin encontrar un rumbo, se pregunta siempre “qué hacemos aquí” y es un interrogante que bien podría extrapolarse a nosotros, porque en esta olla a presión, en esta combustión de brillo espontáneo, nunca parece encontrarse el centro. “Solo tenemos que llegar al aire” dice Lorne Michaels y la magia finalmente llega. No importa lo que ocurra después. La película termina en el instante justo en el que los humanos atraviesan el umbral hacia el bronce. El resultado: no hace falta entrar en disquisiciones académicas para corroborar que el espíritu libre y destructor de esta historia es un fuerte aliciente para querer a este homenaje. Esto es algo que hay que agradecer a las mejores comedias: jamás perder frescura, libertad, anarquía y subversión.

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Como sostiene Osvaldo Soriano en Artistas, locos y criminales, a propósito de Laurel & Hardy: “Cada vez que terminaban una escena, a su alrededor flotaba el desastre. Casas y autos eran destruidos, los policías violados, los matrimonios traicionados. ¿Y el american way of life? Tal vez Stan no haya querido provocar esos cataclismos en la sociedad, pero todas las películas que creó los contenían como si la anarquía fuera su manera de expresar una sociedad despiadada.” Si trasladamos lo anterior al campo televisivo, puede que Saturday Night Live nos haya ofrecido una versión semejante en pantalla chica: una fiesta absurda sin estructura definida, una salvaje reacción a un modo orgánico de entender la vida y el arte. En toda época se necesitan cambios de paradigma, sacudones que, sea la esfera que sea, alteren la aguja de agendas marcadas por lo que hay que hacer o decir. En varias oportunidades de la película, las roturas, los gestos obscenos, las “malas palabras”, conforman un conjunto de signos cuya finalidad es poner el mundo patas para arriba. Si la década del setenta se anunciaba violenta, desmesurada y cambiante, ese huracán se traslada un estudio de televisión, otra forma de neurosis cultural que la comedia viene a demoler, a cuestionar y a retorcer. Reitman lo sabe y nos sumerge en esa marea. Puede que el procedimiento agote, pero a veces es mejor marearse que estar parado y aburrido mucho tiempo.

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Alejandro Franco "Arlequin"
Alejandro Franco "Arlequin"
 · 23 de noviembre de 2024
Parece un filme de Robert Altman con muchas cosas simultaneas y gente hablando al mismo tiempo. Pero también da la sensación de que es una leyenda autoconstruida: considerando el rating y la popularidad de SNL, el filme fue un fracaso en taquilla. Es problemático el enfoque, porque no sabés si va a ser un festival de cosplay e imitaciones, o va a tener suficiente substancia propia. Sacá los nombres famosos de los personajes, ¿el filme funciona?. Es mas una love letter para los fans, es la impresión que me dio.
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Rodrigo Etchegaray
Rodrigo Etchegaray
 · 23 de noviembre de 2024
Excelente!!!
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