Últimamente, hemos abordado películas de grandes maestros de la historia del cine, yendo de Rohmer hasta Kieślowski. Hoy nos adentramos en el fascinante mundo de otro de los que pertenecen a ese olimpo de grandes cineastas, que su legado es tan enorme que perdurará a lo largo del tiempo mientras el ser humano se preocupe por la belleza y todo lo relativo a la condición humana. Max Ophüls fue un director francés de mediados del siglo XX que perpetró un estilo único, con una maestría técnica solo al alcance de grandes visionarios como Hitchcock o Welles. Truffaut llegó a decir de Ophüls que “parecía un cineasta venido del siglo XIX”, capaz de ilustrar la elegancia y el inconfundible romanticismo de la época.
Siendo Francia la cuna del séptimo arte, Ophüls al igual que Abel Gance o Marcel Carné, consiguió pasar a la posteridad como un autor único sin el que sería difícil de entender lo que vendría después, ya no solo en Francia sino en toda Europa. Sus tremendamente complejos planos secuencia, como el de la película de la que vamos a hablar a continuación, más ese entendimiento del propio espacio cinematográfico, hacen de sus películas algo excitante y por lo que parece no haber pasado el tiempo.
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Alguien tan preciso, perfeccionista y técnico como lo fue el gran Stanley Kubrick, lo tenía como su cineasta de cabecera; algo que no extraña, dado a que tenían bastantes similitudes a la hora de trabajar. Ambos tenían esa enfermiza necesidad de controlar cada ápice de sus producciones, lo cual les hacía no salir para nada del estudio. El diseño de producción de ambos rozaba una sofisticación que sigue siendo inaudita en la actualidad. En el caso de Ophüls muy teatral, a pesar de que su estilo fuera profundamente visual.
“Por encima de todos yo pondría a Max Ophüls, quien para mi tenía todas las cualidades posibles. Poseía un excepcional instinto para olfatear buenos temas y extraía lo mejor de ellos. También era un maravilloso director de actores” Stanley Kubrick.
En esa difícil tarea de elegir una sola película de Ophüls, me he decantado por La ronda (1950). Puede que no solo sea la película más popularmente conocida del director, sino que también fuera la película en la que Ophüls condensó con mayor virtuosismo todo su estilo como director. Está basada en la obra de teatro homónima de Arthur Schnitzler, que entrelaza 10 historias de amor y deseo en la Viena de principios del siglo XX.
La película contó con un algunos de los mejores actores franceses de la época como Simone Signoret, Jean-Louis Barrault, Simone Simon o Odette Joyeux, entre otros; también vemos haciendo el papel del narrador al legendario actor austriaco Anton Walbrook. La ronda (1950) está disponible para su visionado en España, a través de la plataforma de streaming de Filmin y Acontra Plus.
El circulo brechtiano
Pese a haber adaptado la obra de Schnitzler, Bertolt Brecht es la gran fuente de inspiración de la que se nutre Ophüls a la hora de llevar a cabo La ronda (1950); algo que no se limitó solo a esta película, sino que fue algo recurrente a lo largo de toda su obra. Nadie mejor que Ophüls ha trasladado las nociones del “teatro épico” de Brecht al cine, con un tratamiento puramente melodramático. Por ejemplo, Godard era un absoluto devoto de Bertolt Brecht, pero su intento de referenciarlo en su obra distaba mucho de lo que vino a hacer Max Ophüls.
La ronda (1950) está construida desde una narrativa circular, en la que todos los personajes están conectados entre sí. No sigue un desarrollo tradicional de los personajes, en donde se prefiere ilustrarlos de una manera más esquemática en pantalla.
Nunca llegamos a ser mucho de ninguno de ellos, en donde la sutileza del director juega un papel fundamental para hacer que de alguna forma intuyamos lo que hay detrás de esas historias de amor o de mero deseo. En ese sentido, La ronda (1950) fue una película que (al igual que ya le pasara a Schnitzler cuando su obra de teatro fue estrenada en su Austria natal en 1897) suscitó una gran polémica por el retrato que hacía de las relaciones extramatrimoniales y del sexo en general. No obstante, la sutileza y elegancia que demostraba el formalismo cinematográfico de Ophüls, hicieron que la película obtuviera una ligera aceptación; es decir, Ophüls no era un director que destacase por ser explicito en sus formas, y quizás eso le hizo evitar la censura en más de una ocasión.
La capacidad imaginativa de Ophüls
Encuentro necesario incidir en algunos aspectos con respecto a la dirección y el diseño de producción de La ronda (1950). Y qué mejor que ir mismamente a su arranque, en el que presenciamos un plano secuencia de ensueño donde la cámara parece levitar. Al tener control total del espacio, le permitió rodar estos planos secuencia tan laboriosos y casi que resultaban imposibles de hacer; al menos, si se tratase de exteriores.
No tenía que ver (como sí pasa con algunos directores) con un afán ególatra, sino que tenía una coherencia absoluta a nivel visual. Recurrentemente vemos como la cámara se mueve, pero tiene una razón de ser. Partiendo de ahí y sumado a la capacidad que tiene en esta película de perfeccionar una puesta en escena casi milimétrica (donde hay encuadres y composición de planos que son una absoluta maravilla para la vista), hacen que La ronda (1950) sea una de esas cintas que te conmueven por la enorme belleza de sus imágenes.
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Y ya no solo en un valor estético, sino también en su valor narrativo. Ophüls sabía que la imagen en el cine tenía que predominar ante todo (un poco en la misma senda que tuvo Hitchcock), y eso le hizo dotarse de una imaginación que fue a más a lo largo de su carrera como cineasta.
Todo es parte de una ilusión
La película cuenta con Anton Walbrook como narrador que da paso a las diferentes historias, que en definitiva es el encargado de que ese carrusel siga circulando. Es interesante el cómo usa al narrador en La ronda (1950), el que muchas veces sirve como alivio cómico. Hay un juego constante al que somete Ophüls a sus personajes, que deja constancia de ello incluso en la canción que canta reiteradamente durante el film el personaje de Walbrook; a la hora de romper la cuarta pared, de adentrarse en las distintas historias encarnando distintos personajes o para tirar de cierta ironía como cuando corta parte del celuloide para evitar de esa forma la censura.
Por otro lado, me apasiona el cómo ilustra a las mujeres que conforman la historia, que vemos como soportan con una sonrisa en sus caras las absurdeces del sexo opuesto en ese afán de impresionarlas. Y luego que, pese a que hay cierto fulgor y luz a la hora de contar estos encuentros amorosos, todos dejan un poso de cierta melancolía. Hay pocas certezas y muchas contradicciones en este juego del amor, en donde Ophüls no trata de juzgarlo, pero sí que se evidencia cierto pesimismo por su parte.
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Quizás estuviera en lo cierto, y todo fuera una sarta de mentiras que nos contamos para soñar mientras estamos en vida; que no es más que una mera ilusión con la que jugamos durante un rato. No obstante, qué bello es soñar con todas esas bellas mentiras, qué bello es enamorarse y qué bello es el cine cuando lo dirige Max Ophüls. Una obra imprescindible de un genio absoluto.
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