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Los cortometrajes del joven Kubrick. Las semillas de una poética

“Es una mierda con talento” (Kirk Douglas)

“Si Kubrick no hubiese sido director, hubiera sido general en jefe del ejército americano.” (Malcom McDowell)

“Que seas un perfeccionista, no quiere decir que seas perfecto.” (Jack Nicholson)

“Kubrick es un esquizoide como Rene Descartes. Él dice: filmo, luego existo.” (Brian Aldiss, quien trabajó en el proyecto de Inteligencia artificial)

“Por lo que a mí respecta, Kubrick es Dios” (Peter Sellers)

“Es un tipo fascinante, divertido, brillante, excéntrico.” (Anthony Harvey, montador)

¿Pretencioso o ambicioso? ¿Genio o pedante? ¿Fotógrafo virtuoso o cineasta? ¿O todo eso? Estas y otras preguntas atravesaron, como pocas veces, la carrera de Stanley Kubrick, uno de los directores más controvertidos de la historia. Pero antes de la fama, incluso antes de obtener el aura de genio, hubo un joven inquieto, en la búsqueda de un destino artístico, camino que ha sido testimoniado por diversos recorridos biográficos. En estos primeros pasos ya se manifiestan rasgos de sus películas mayores. Alguna vez Charly García dijo que en la infancia/adolescencia uno concibe sus ideas y que el resto de la vida las replica con variaciones. Los primeros trabajos de Kubrick parecen darle la razón.

Nació el 26 de junio de 1928 y creció en una zona del Bronx que donde se instalaron mayormente los judíos de clase media de Nueva York. Tuvo su primera cámara a los 13 años, un obsequio de su padre, quien lo inició en la fotografía. A los 19 años se obsesionó con el cine: concurría asiduamente a las funciones del Museo de Arte Moderno. Si algo le fascinaba era la técnica del manejo fluido de la cámara utilizada por directores como Max Ophuls, algo que imitaría más tarde en 2001: Odisea del espacio (1968), cuando la propia cámara baila dentro de una nave espacial. Trabajó en la revista Look hasta los 21 años. Allí adquirió nociones de composición visual, pero aprendió todo sobre el montaje con los rusos, principalmente con Pudovkin. Podría decirse que aquí comenzó su carrera, en esa necesidad de buscar algo más que poses.

Muchos sostienen que su carrera como cineasta eclipsó la de fotógrafo. Podríamos preguntarnos, hasta qué punto es un diagnóstico certero. Porque, en efecto, si uno tuviera que pensar el movimiento del cine de Kubrick, su evolución (o involución, según cómo se mire) debería destacar una obsesión creciente por ciertos temas y la estilización llevada a las últimas consecuencias. Al mismo tiempo, un distanciamiento intelectual basado en la forma por sobre el contenido dramático. La cuestión es que esa naturaleza de observador fotográfico, una especie de voyeur recluido y maníaco por los detalles, nunca la perdió. De allí su manía por los ojos. Los planos más recordables de sus películas son aquellos que involucran miradas de personajes, generalmente en descomposición mental. La visión de Kubrick de la vida es tan monocular como su cámara. A lo largo de los años fue escogiendo la vida del ojo y de la mente en lugar del alma y del espíritu, otros de los preceptos defendidos por varios analistas.

Si se revisan sus primeros trabajos fotográficos en Look, en general, la cámara responde a incidentes no como un mecanismo desapasionado sino como un atento observador, como si hombre y máquina estuvieran unidos en un ritual. De esta etapa, el peso de la Graflex y la extraña posición en la que tenía que hacer las fotografías, poco más arriba del ombligo y a veces en el mismo suelo, influyó para que años más tarde se consagrara como un experto en el uso de la steadycam, cuyo punto álgido en términos expresivos se da en El resplandor (1980). Tempranamente desarrolló un cuidado extremo por la composición de los encuadres, incluso desde ángulos muy bajos. En esta búsqueda de perfección está la semilla de sus inconfundibles y recurrentes perspectivas simétricas, uno de los platos fuertes de Kubrick.

Day of theFight (1951) es un documental de 16 minutos, con Walter y Vincent Cartier, que surge de una de las fotonovelas hechas para Look, llamada El boxeador. A finales de 1948, la revista mandó a Kubrick a cubrir un día en la vida de un joven pugilista de peso medio de veinticuatro años. Lo siguió todo el día junto a su hermano gemelo, que además era su manager. Ya se advierten aquí algunos rasgos que serán constantes en su filmografía. Por un lado la voz en off, uno de los pilares narrativos en sus películas. Luego, un particular discurso en torno a la superación que contrasta con la cotidianeidad de las imágenes. El boxeo tuvo un gran impacto en Kubrick como en gran parte de la cultura americana. Al quitarle toda referencia a su novia y a su familia, sugiere que Cartier no posee otra meta en la vida que ganar (culto a la trascendencia que atravesará la ideología en todos sus trabajos). Por otra parte, el detalle de un cartel apenas sacudido por el viento ya se presenta como motivo atmosférico y confirma el anhelo de la virtud fotográfica, cuestiones que no soltaría jamás en el futuro.El modo en que rodó este primer documental confirma un método. Lo hizo prácticamente solo y fue sumamente meticuloso desde la etapa del guión hasta la edición. Explotó aquí lo que había aprendido robando fotos por Nueva York con su Graflex. Los logros fotogénicos en torno al boxeador hicieron que contraten a Cartier como actor.

En 1952 realiza Flying Padre, un documental de 9 minutos, con Fred Standtmueller, un simple ejercicio en torno a un sacerdote del sudoeste que visitaba sus parroquias en avión.Se trata de un cura de Nueva Méjico cuya parroquia era tan grande que tenía que desplazarse por once congregaciones en una avioneta. Al igual que en el corto anterior, describe un breve período (dos días) en la vida de un hombre corriente. El sello Kubrick puede advertirse apenas en dos escenas: una toma desde el suelo del avión mirando hacia arriba al protagonista y otra larga toma hacia atrás de él a pie sobre una pista de aterrizaje junto a su avión. El uso de la voz en off no sólo es un mecanismo introductorio, sino que estiliza el relato. Hay aquí dos influencias decisivas que acompañarán a Kubrick por siempre en la concepción de las imágenes. Una es la de los noticiarios de la época; la otra es un placer culposo, nada menos que el virtuosismo y la genialidad de Leni Riefenstahl, actriz, fotógrafa y cineasta alemana, célebre por sus producciones propagandísticas del régimen de la Alemania nazi, como El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938). La idea de la supervivencia del más apto es un eje en Kubrick sin que ello signifique que fuera nazi, pero para muchos, un punto problemático en sus métodos y en sus obras. Sin embargo, desde el plano visual, esas imágenes de Riefenstahl con ángulos en picado y contrapicado ya empezaban a fascinar al joven director. Fear and Desire (1953) y Killer Kiss (1955) son sus primeros largometrajes, dos discretos ejercicios enmarcados en los géneros bélico y policial, previos a The Killing (1956), la película que le daría verdadera visibilidad. Pero ésa es otra historia, acaso similar al plano final de El joven Lincoln (1939) de John Ford, ese momento extraordinario en el que Henry Fonda deja de ser humano para convertirse en bronce.

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