No es fácil reírme viviendo solo y haciendo buena parte de mi trabajo cotidiano desde casa. En los días en lo que todo lo que puede salir mal, sale peor, trato de refugiarme de los nubarrones laborales recordando situaciones graciosas de mis últimos días para ver si, al evocarlas, vuelven a generar el efecto embriagador de la risa. Pero a veces el desánimo es tan grande y el agujero de ensimismamiento, tan hondo, que ni eso alcanza. Es entonces que recurro a la carta mágica, al ancho de espadas que escondo bajo la manga para ganar cualquier partido, y busco en Youtube escenas de Tonto y retonto, la película que más feliz me hizo, me hace y, ojalá, me siga haciendo. Lo que sigue, entonces, es un intento de explicar(me) por qué Tonto y retonto es mi comedia favorita, la película que nunca no quiero volver a ver.
Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
Pero no puede hablarse de Tonto y retonto sin antes abordar las figuras de sus directores, Peter y Bobby Farrelly. La dupla irrumpió como un forúnculo de subversión e incorrección en el horizonte liposuccionado, lavadito e inocentón en el que se movía buena parte la comedia norteamericana de mediados de los ’90. Desde entonces, y durante un par de décadas, forjaron una obra que mezcla la tontería y la subrepticia maldad con una incorrección abundante en groserías gratuitas. Esa impronta fue tan fuerte que incluso hoy, cuando Peter nada en las aguas del “prestigio” por haber dirigido la oscarizada The Green Book: una amistad sin fronteras, muchas notas periodísticas siguen asociándolos con el mal gusto y la ordinariez, dos calificativos que también le calzan perfecto a un señor con bigotito de anchoíta llamado John Waters.
Si los Farrelly son los padres de Tonto y retonto, Waters es el abuelo. Recomiendo fervorosamente ver su obra cumbre, Pink Flamingos (1972), un ácida y mordaz mirada sobre la sociedad norteamericana encarnada en la historia de una travesti (la drag queen Divine, intérprete fetiche del director) y su familia atrapada en medio de un contexto de inmundicia total. Con una búsqueda rápida en Internet alcanza para encontrar la que muchos catalogan como la escena más asquerosa de la historia del cine: Divine comiendo –en medio de un goce perturbador– la mierda real de un perro en primer plano.
John Waters llevó siempre la bandera la escatología, pero la izó en producciones más under y periféricas, con mayor grado de independencia y alcance comercial reducido. Los Farrelly, en cambio, lo hicieron desde el mismísimo corazón del sistema de estudios y con resultados notables de taquilla. Su gran mérito es haber corrido el límite de explicitud visual y sonora hasta niveles que el mainstream no había alcanzado. Las dos escenas que más recuerdo de Tonto y retonto ilustran muy bien a qué me refiero.
Una es aquélla en la que Loyd (Jim Carrey) sueña con el reencuentro con Mary, de quien se enamoró perdidamente un par de días antes, cuando en su trabajo como conductor de limusinas le tocó llevarla al aeropuerto. En plena reunión familiar al calor del hogar, Loyd no tiene mejor idea que levantar sus rodillas por detrás de su cuello, prender un encendedor cerca del pantalón y lanzar una llamarada con un pedo. Lo más insólito de esa fantasía es que la familia de ella…¡termina descostillándose de risa! La otra es la de Harry (Jeff Daniels) liberando una descompostura descomunal mientras la cámara muestra su cara en plano fijo, regodeándose en un placer del que busca hacernos cómplice.
Llegado este punto, me pregunto cómo es posible que me ría con chistes sobre cosas tan desagradables. Creo que lo hago por lo mismo que me rio cuando algún tío borracho monopoliza la atención durante las fiestas familiares para contar el mismo recuerdo de siempre: sé qué pasó, qué dijo cada uno de los involucrados y cómo termina la anécdota, pero igual me causa gracia. Sucede que el tío en cuestión acompaña el relato con gestos, actúa las voces, detalla información, retacea otra. El tío es, entonces, un gran contador de chistes porque sabe en qué momento cambiar de tono, cuánto estirar un gesto o qué entonación darle a su voz para generar un efecto gracioso. No es que no importa lo que diga, pero el gran mérito está en la forma de decir lo que dice.
En Tonto y retonto –y en todo el cine– pasa lo mismo: gran parte de la eficacia de un chiste está en la forma de narrarlo. Los Farrelly son, pues, grandes contadores de chistes, directores con timing y capacidad para incluir elementos escatológicos dentro del relato como algo natural. De ellos en adelante las superficies tiznadas de caca, el sonido de los pedos, los vómitos en primer plano, el pis bebido como cerveza, el semen y un grano de pus a punto de estallar pueden ser elementos cómicos de altísimo nivel.
La épica de los subnormales
Hay más elementos que vuelven a Tonto y retonto una película fundamental dentro de la comedia moderna. Lloyd y Harry terminan envueltos en un caso policial durante un recorrido de costa a costa de Estados Unidos, excusa narrativa para una serie de situaciones que sirven en bandeja momentos de comedia disparada, en línea con dos personajes cuyas acciones son movidas por caprichos e impulsos dignos de nenes de jardín. Actúan sin medir las consecuencias ni pensando en la mirada del entorno. Son capaces de gastar los ahorros de una vida en una carrocería con forma de perro para la camioneta de Harry, vender un pájaro decapitado con la cabeza pegada con cinta scotch a un ciego, comprar snacks y gorros mexicanos con los últimos dólares, irse sin pagar de un restaurant, pegarse en el auto y jugar a la mancha.
La primera buena decisión de los Farrelly ante este panorama de subnormalidad total es no juzgar a nadie y dejar que Lloyd y Harry sean felices en su estado de desconexión del mundo, limitándose a acompañarlos en su cadena de travesuras entre pícaras, juguetonas y de mal gusto (cuando no las tres). El norte ético de los Farrelly es que sus personajes sean libres y que, si aprenden, lo hagan solos, sin un director o un guion detrás que los obligue. Nadie aprende nada en Tonto y retonto, una rareza en un cine acostumbrado a las moralejas y enseñanzas como el de Hollywood.
La segunda buena decisión es trasladar la desfachatez e impunidad de Loyd y Harry a la película entera. Tonto y retonto apuesta por un humor lleno de matices que va desde el spalstick más clásico, cortesía de la plasticidad facial de Carrey, pasando por el absurdo más delirante, hasta la guarrada. Seis años más tarde aplicaron la misma fórmula en Irene, yo y mi otro yo, otra vez con un Carrey desatado en la piel de un policía esquizofrénico. Se trata de la película más políticamente incorrecta de la filmografía de los hermanos, que acá le suman a la habitual escatología una buena dosis de humor sexual, y también de la más anárquica y celebratoria. Gordos, flacos, blancos, negros, albinos, lindos, feos y hasta enanos… todos conviven felices y en armonía. Los Farrelly, como Waters, aúnan parias para celebrar sus diferencias poniendo sus cuerpos al servicio de la comedia.
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