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Oppenheimer: El sonido del silencio

Spoilers
Proyectaran Oppenheimer en 35mm en Buenos Aires

¿Escuchaste, alguna vez, el sonido del silencio? ¿Y, más aún, el sonido del silencio en una sala de cine IMAX y en una película de Christopher Nolan?

Seguramente no. Y no es casualidad que algo tan atípico haya llegado con #Oppenheimer. Porque no estamos frente a un film más en la carrera del director británico, sino al más singular de su reciente filmografía. Con el cual abandona las tramas de lógicas enrevesadas e imposibles de #Tenet, #Inception o #Interestelar para darnos una historia sencilla. Una biopic sobre el llamado “padre de la bomba atómica” en formato de película judicial… En definitiva: un court-room sobre la bomba atómica.

Relegando los habituales condimentos fantásticos de cine, Nolan encuentra mucho más espacio para concentrarse en lo humano. Nos narra a un Robert Oppenheimer al que no juzga, al que muestra en sus luces y sombras, en sus contradicciones, sin convertirlo ni en héroe ni en villano… ¿Es un genio por lo que ha creado, o responsable necesario del ataque a Hiroshima y Nagasaki? ¿Un ególatra al que no le importó la chance de destruir el mundo en pos de su invento, o un atormentado por la culpa al ver lo que se hizo con su creación? Ya se lo dice Kitty a Robert en un momento dado: “No podés cometer pecados, y después pedirnos que sintamos lástima por vos cuando hay consecuencias”.

Si Nolan acierta al hacer foco en la atractiva complejidad del personaje, más aún lo hace al elegir a Cillian Murphy para interpretarlo. En el rol actoral de su vida, que lo vuelve mi principal candidato para el Oscar (perdón Ryan Gosling), Murphy comprende a Oppenheimer, y encuentra los matices para darle sensibilidad y volver tangible el alma atormentada del físico. Basta con verlo contemplando la lluvia en la escena final del film para entender lo trascendental de su interpretación.

A esta altura de su carrera, Nolan parece haber entendido cuándo y cómo hacer uso de los elementos que definen su identidad en el cine, y cuando relegarlos para ir en busca de algo nuevo. Cuando probar una fotografía en blanco y negro que vuelve elegante esa línea temporal. Cuando volver a las fuentes, y darnos -una vez más- un final apoteótico, de crescendo dramático y vibrante, casi operístico, gracias a la siempre extraordinaria música de su ya nuevo habitual colaborador Ludwig Goransson. Cómo darles a Robert Downey Jr y Emily Blunt personajes con los que brillan y se ponen en carrera para la temporada de premios. Cómo complejizar la simpleza de la historia que abraza con los juegos de montaje, los tiempos anacrónicos y simultáneos, y la espectacularidad y grandilocuencia de su cine… A la que encuentra los momentos justos para darle rienda suelta, en los tormentos mentales de Oppenheimer, en la visualidad de la física, y en la mejor escena que tiene el film… Esa con la que inició este posteo.

¿Cómo es la explosión de una bomba atómica en el cine de Nolan? Seguramente, años atrás, hubiera sido a quince cámaras, en slow motion, a puro estruendo y música en crescendo de Goransson. Más abocado a la espectacularidad del momento en sí mismo antes que a su contenido dramático dentro de la historia. Pero en esta nueva etapa de su cine, mucho más inteligente y consciente de las armas con las que narra, Christopher Nolan se concentra más en la previa del instante antes que en el instante mismo de la explosión. En dedicarle tiempo a generar la tensión del momento narrativo. Nolan entiende que, para sus personajes, es un momento de triunfo o de destrucción del mundo. Y en su cine, ya no importa la bomba ni el estruendo, sino lo humano de quienes la han creado.

Y si la bomba y su estruendo ya no importan, Nolan decide (y acierta) al regalarnos una escena de explosión que contradice lo obvio y que apuesta a un diseño sonoro marcado por un larguísimo, brutal y ensordecedor silencio. Solo se oyen las respiraciones de los personajes mientras miran la bomba, mientras esperan el final de ella, mientras sus vidas están en suspenso.

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