Éramos unas niñas 

Hay una película de Sally Potter que por momentos no parece desdeñable. Sally Potter constituye uno de esos casos extraordinarios de prestigio inexplicable, de presencia obstinada, de flotación permanente en el mundo del cine, territorio que le es de lleno esquivo, pero en el que se infiltra como una peste que trae consigo cosas salidas de quién sabe dónde, como una Pandora aviesa, muy al tanto de lo que lleva en su caja y que deja escapar como si nada, como si no quisiera o no le importara –pura simulación de las buenas- , como si pudiera de esa forma pavimentar su camino en un mundo que cuando empezó no llevaba aún este nombre, pero es el del “audiovisual”, el de cosas filmadas, o grabadas, y que tienen sonido adosado, y en el que se ofrece la pantomima de alguna clase de vida, fija en la pantalla, como una naturaleza muerta. Se la puede contemplar, pero cuando se la toca no hay nada: es pura superficie. La Potter, que no es una Sally cualquiera sino que goza de algún predicamento, como queda dicho, se mueve en el cine, filma, hace películas. Nunca una buena, eso sí. Puede tener actores de fama, tiene teatro, tiene intensidad: sus películas son muy a menudo el escenario de feroces contiendas actorales, de esas como para el Oscar o los premios BAFTA, que es su equivalente: nadie sale indemne de una película de Potter, puesto que si está allí es para darlo todo, para dejar los huesos, para ser consagrado o morir en el intento. Los actores, muchos de ellos, aman esas películas en las que abundan las escenas de lucimiento. En The Party, por ejemplo, los vicios de cuño teatral, lejos de apaciguarse, se vuelven motivo principal, principio motor de la trama. Party puede designar un partido, pero también una fiesta, y si hay fiesta en una película de las que hace esta mujer, seguro que termina mal, a los gritos, con cosas volando, con desesperación y llanto. No es improbable que alguien termine muerto. El humor inglés de Sally Potter puede campear a sus anchas, entre el desdén por el dolor de los personajes y la vocación por el castigo, en tormentosas maniobras seguramente sugeridas por el Antiguo Testamento. El dios del amor no cuenta para Potter, porque si hay amor no hay película. En Ginger & Rosa parece haber un atisbo de piedad, algo de amor, o de atracción amorosa, o de amistad que trasciende sus fronteras. Veremos.

Sally Potter nunca hizo una película que valiera la pena, así que por ese lado no había que preocuparse mucho. Elle Fanning, por su parte, participó a su corta edad en algunas películas bastante estimables, como por ejemplo Un zoológico en casa, Súper 8. En cambio Somewhere, de la chica Coppola, podemos olvidarla por el bien de todos. El caso es que Elle es la niña hecha para bailar por los planos más que para estar plenamente en ellos, la que se conduce desde sus comienzos siempre leve y tristona como un junco, la integrante de las chicas Fanning que empieza a tocar un poco de cielo en cada película, justo cuando la querida Dakota pareció volverse un alma en pena, como si su nombre evocara, más que una actriz, ex niña prodigio, el sonido melancólico de un sueño, perdido en el laberinto de Hollywood. Pero Elle Fanning, tristemente, todavía no es capaz de salvar una película como la que nos ocupa. Su misión, por ahora, no es entonces la del trazo contundente de la épica sino más bien la presencia a medias, el destino de estar en la escena durante un segundo que vale oro, para después volver a la madriguera de las hadas buenas, reservando rastros de potencia como un presagio, o un espectro con cara de santa. La película de la pesada de Potter no alcanza nunca a aprovechar esa apariencia delicada y efímera, ese murmullo de la actuación que se afirma en secreto, con la consistencia indolente que se guardan los tímidos cuando se miran al espejo. Ginger & Rosa tiene el terreno con toda la fertilidad del mundo para cierta clase de película que al final no hace, porque no sabe, no puede o no quiere. El principio de los años sesenta, con su clima de guerra nuclear en ciernes, le servía en bandeja a la directora la posibilidad de una biografía del desconcierto: la adolescencia es la década, la crisis personal es la agitación del mundo, el pasaje hacia una forma difusa de adultez es el modo en que la vida social londinense de esa época preciosa se desembaraza, no sin turbación, de los restos venerables de un victorianismo que está todavía en el aire, acaso con la esperanza de quedarse unos minutos más.

Ginger y Rosa son dos chicas amigas en medio de la turbulencia de esos años de cambio, hermosos y malditos en partes iguales. Potter filma los primeros pasos en el departamento de la marea sentimental, la danza susurrada de la guerra fría en el hogar, el trance de la amistad y la conciencia digamos que política, esto último como una forma de evasión y afirmación personal más que otra cosa. Pero la directora inglesa decide convertir todos esos fantasmas deliciosos en reliquias y meterlos en un almanaque. Ginger & Rosa es más fría que la muerte aunque juegue por momentos con los pasos de un melodrama sin convicción. Allí no habla una película de verdad, con su propia voz y su vitalidad, sino la Historia contada a los chicos. En realidad su verdadera ambición es el detalle mobiliario, la representación de la vida por la vía de la mímesis permanente, la idea por encima del mundo y el texto por arriba del cine. De pronto, para hacer que filma una película, se distrae a intervalos regulares con planos preciosistas y con fragmentos de música que no alcanzan para disimular la irrelevancia desoladora del conjunto ni su falta de una ambición verdadera, aunque sea modesta, en el terreno del cine. Cuando se le ocurrió una película basada en la novela Orlando, se veía a la legua que a Potter tampoco le importaba nada el asunto llamado cine, pero el costado más o menos risqué con bolitas de naftalina del libro le ofrecía, quizá, la posibilidad de una simulación más enfática para entretener a los desprevenidos con los manierismos prestigiosos de Woolf como coartada. Con todo, Ginger & Rosa no deja de ser acaso la película más disfrutable de Potter. No es la película que pudo ser en otras manos, no es lo que podemos llamar una buena película, ni siquiera una lograda de manera más o menos competente, vestida de alguna clase de distinción que la eleve por sobre la medianía de una carrera construida con todas las garantías y aún así sin la menor singularidad. Es otra cosa. En su pequeñez, quizá, haya algo: podríamos consignarlo con el nombre de tristeza. Se trata de una pequeña tristeza, un sentimiento en miniatura, breve como las dos chicas –es justo aquí mencionar a la otra, Alice Englert, que no desentona-, ligero como el aire que las envuelve y parece salirles al cruce en cada recodo, como una advertencia de esas que se prefiere ignorar. La película se olvida pronto, y es una lástima porque esas dos chicas se merecían otra cosa, se merecían un mundo distinto a este, se merecían esos años para siempre. Potter parece saber que allí había algo, pero por algún motivo se decide a desoír ese llanto, esa música secreta, como si estuviera para asuntos más grandes, más importantes. Cosas de adultos. El cine de adultos de la directora, de caras intencionadas y tensión verbal, de gente al borde del colapso, de culpables y castigos, sigue su marcha, a despecho de esta poco recordada oda a un mundo ya desaparecido.

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