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Nada puede detener el triunfo del cristianismo, que exalta los valores espirituales, en medio de la corrupción y decadencia de la Roma imperial. Sobre las ruinas del Imperio surgen otros reinos, alimentados por la nueva Fe. Pero la ciencia moderna, que se separa de la Fe y se vuelve ajena a ella, trae el orgullo humano al paroxismo. Y aquí, como los símbolos de la locura humana, surgen las ciudades monstruosas con tentáculos, donde todo parece pervertirse. El orgullo encuentra su castigo en sí mismo, los hallazgos modernos se convierten en instrumentos de muerte y ruina, y destruyen esa misma civilización, a la que el hombre ha sacrificado todo. Sólo la naturaleza simple, incontaminada, cumple con la ley divina: la vida vuelve a florecer donde el orgullo humano ha sembrado muerte. El labrador vuelve a los campos, el pastor aún juzga al rebaño en los montes, cuya primavera vuelve a florecer.