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La imagen disidente. Sobre el cine de Alice Rohrwacher

Alice Rohrwacher es quizás la realizadora más estimulante de Italia en el presente. Desde que se introdujo en el mundo del cine fue consolidando una poética que, más allá de los atributos estéticos, se destaca por un profundo humanismo y una coherencia ideológica. Si bien sus películas han circulado por diversos festivales, jamás se adhirió a esos nichos como lapa a una roca. Por el contrario, siempre aprovechó la oportunidad para declarar desde un lugar de humildad. Prueba de ello es una anécdota que suele repetir y que involucra a un vecino suyo, sereno en un cementerio, que ha actuado en todas sus historias. Se llama Katir y es, por ejemplo, el deshollinador que aparece en el tramo final de Le pupille (2022). Suele acompañar a Alice a todos los eventos y al final de cada proyección, su primera reacción es de desaprobación, seguida siempre por la pregunta “¿cuándo harás una película de verdad?” Si ya es significativa la interpelación de Katir, más lo será el remate de Alice en cada entrevista: “Estoy segura de que alguna día seré capaz de hacer una película que él recordará y será feliz de recordar”.

Lo humano, demasiado humano para los estándares soberbios generalizados en este mundillo de la industria, es el gesto de una cineasta, muy talentosa, que vincula al hecho cinematográfico como espacio de una memoria común, un lugar festivo donde la pantalla no se divorcia del público ni lo desprecia con la pereza y el regodeo. Y el reconocimiento de su trabajo como una búsqueda cuyo horizonte aún no ha alcanzado. Pero para lograr eso hay que bajarse del pedestal y ponerse junto a la gente, algo que la propia Rohrwacher ha hecho desde su primer documental, Un pequeño espectáculo (2005), codirigido con Pier Paolo Giarolo, sobre el viaje de un pequeño circo familiar, el Circo Soluna, que había tomado la decisión de abandonar Italia y trasladarse a Hungría. En un libro, Dopo il Cinema, que es una extensa entrevista hecha por Goffredo Fofi, da cuenta de qué modo, tempranamente, sostener una cámara no tiene que ser sólo un asunto de poder y menos significar indiferencia ante la alteridad: "Fue un rodaje complicado. Cada vez que alguien me miraba, escondía la cámara y me sonrojaba. Pier Paolo estaba exasperado porque yo no ayudaba a la realización del documental con todos mis miedos. Admiraba su capacidad para estar presente pero distante. Y en un momento dado di un salto. Siguiendo adelante, descubrí un magnetismo secreto en las imágenes que podía hacer. Al verlas y volverlas a ver durante la edición, sentí que murmuraban un secreto. O quizás: sentí la profunda reconciliación que se produce cuando nuestro hacer ni siquiera parece estar hecho, sólo parece que somos el instrumento de un hacer. No sucede a menudo, pero hay momentos en los que la imagen que se crea no es la tuya sino que parece existir a través de ti, parece que la realidad quiere ser testimoniada y contada.” Y esto no supone un rasgo de magnificencia. Hay una brújula moral donde no se juzga a los personajes, se los entiende como son. Esto implica jamás ponerse por encima de. Para un mundo mercantilizado, no es poca cosa.

De lo anterior se intuye una ética de la mirada, el punto de partida, el primer eslabón de una acción consecuente en su cine, el hecho de rescatar la humanidad de las personas más allá de sus particularidades y trasnformar sus cuerpos y sus rostros en materia fotogénica. Basta ver cada protagonista de sus películas para comprobarlo. Hay algo universal que une los hilos de sus vidas, sean ladrones de objetos arqueológicos como en La quimera (2023) o las comunidades que conforman los mundos de Cuerpo celeste (2011) o Las maravillas (2014). A propósito de esta última, cabe destacar que hay una corriente de películas italianas actuales que en los últimos años parten de una situación: cómo repercute la llegada de algún ente a las economías regionales, ancladas en zonas alejadas de las grandes urbes y consagradas al turismo o a la elaboración de productos. En este marco se inscribe Le meraviglie que tiene como protagonista colectivo a una familia dedicada obsesivamente a la apicultura. Dos o tres pincelazos al inicio le sirven a la directora para plasmar un modo de vida comunitario bajo la lógica machista de un padre que se niega a salir de ese orden y seis mujeres que, a pesar de someterse a su voluntad, también toman decisiones. A medida que la película avance, el punto de vista se recortará sobre la adolescente Gelsomina, quien oficia como la coordinadora de las actividades diarias e irá descubriendo otras formas de amor con la llegada de un niño alemán que deberán cuidar como parte de un programa social. La mirada de Rohrwacher se acerca a esos cuerpos fatigados, presionados por la labor diaria, sin descuidar nunca sus rostros, sobre todo el de las niñas, que se agigantan en pantalla. Un uso adecuado de la luz en los momentos justos permite disfrutar del entorno natural como de los interiores precarios, metiendo en la piel del espectador el clima del lugar. No es un dato anecdótico puesto que la película es también un pasaje temporal, ese viaje de la infancia a la adolescencia. El mismo que transitará Martha en Cuerpo celeste. La vuelta argumental se produce con la llegada de la tv y una propuesta que moviliza a los lugareños. Afortunadamente, en una sabia decisión, la trama nunca permite que esa irrupción se cruce inapropiadamente con la de la familia y que, en todo caso, sea una excusa para desarrollar los cambios que padecerá Gelsomina. Cuando parece que se cae en los lugares comunes, la sensibilidad de la directora salva la situación. En el medio de todo el circo mediático lo que prevalece es la necesidad de explorar un mundo privado, ese que todo niño ve en contrapicado y que se desvanece lenta e inexorablemente con el paso del tiempo. En este sentido, hay una voluntad recurrente por sacar a los niños y a los jóvenes de esta hipnosis en la que son arrastrados desde la infancia por todo tipo de mandatos. Esto se relaciona con uno de sus ejes fundamentales: la tensión entre lo tradicional y lo moderno, entre lo cotidianamente familiar y la posibilidad de abrirse a lo nuevo. Hay una idea del pasado en la que se intenta recuperar el aura de una época. Como si una película fuera la piedra de un volcán, capaz de encerrar diversas capas de tiempo. Aunque el punto de llegada sea el presente, para ver qué ha pasado con todo eso que ya parece pertenecer a un orden mítico.

Pero, ¿dónde se marca la diferencia el cine de Rohrwacher? En la posibilidad de que una directora transforme sus películas en miradas para abrir otras posibilidades de percepción y en imágenes disidentes. Esto implica jugarse por situaciones donde la experiencia sensorial sea más importante que el orden narrativo impuesto por la necesidad de la industria audiovisual dominante. Por ejemplo, la travesía de Martha por la autopista en Corpo celeste (2011), o esa escena inolvidable en Lázaro feliz (2018) musicalizada con Bach, donde el joven es mirado por su hermano, subido a un montículo de tierra. Son momentos de misteriosa proximidad humana que se conservan en la memoria como sedimento, de una belleza poética que no hace falta explicar. De allí, las propias palabras de Alice, que vuelven a destacar el valor artesanal antes que la idea museística de una artista: "“Ver una película es como recibir un poema. Uno se confía a la mirada de otro, vierte sus palabras, las retiene un rato en la boca. A veces nos hablan inmediatamente, a veces se necesita tiempo. He intentado plasmar esta vocación poética y pedagógica en películas, tal vez sea así. Siempre dejando que una parte de misterio crezca en la película, una parte que respira como un poema que quizá permanece difícil, cerrado, durante mucho tiempo... sólo para florecer de repente un día... si nos acordamos.”

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