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Crítica de Deadpool & Wolverine: La Scary Movie de los superhéroes

El año 2000 no trajo el apocalipsis informático que vaticinaban muchos “expertos” en tecnología, pero sí una película que satirizaba los usos y costumbres de un cine de terror que había encontrado un nuevo aire a mediados de la década de 1990. La principal responsable de esta renovación fue Scream, de Wes Craven, que adosaba a los tópicos habituales de las películas sobre adolescentes víctimas de un asesino serial una pátina de metadiscursividad muy a tono con los tiempos culturales que corrían. Tantas otras replicando esta nueva/vieja fórmula (Sé lo que hicieron el verano pasado et al) dejaron servida la posibilidad de que alguna película se animara a releer ese corpus en clave de comedia.

Scary Movie era y no era una de terror. Lo era porque su estructura narrativa era muy similar a la de Scream y apelaba a personajes y situaciones cortados con la misma tijera. Pero también es cierto que no buscaba asustar ni nada por el estilo, sino dialogar a través de un humor basado en la exageración con aquellos espectadores que habían visto las películas cuyas escenas era objeto de burla. Si Scream era una película dentro de una película, Scary Movie era una película dentro de otra película que, a su vez, era la sumatoria de varias películas.

La anti-película súper

No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que Deadpool no fue concebida para terminar siendo la Scary Movie de los superhéroes en general y de los de Marvel en particular. Todo lo contrario: la primera entrega, de 2016, se presentaba como la anti-película súper, con un ex soldado devenido en mercenario, sin ningún tipo de poder especial (ni tampoco dinero para suplir esa ausencia, como Batman), que tras sufrir quemadoras brutales en todo el cuerpo se sometía a una prueba experimental por la cual adquiría una capacidad casi instantánea para sanear sus heridas.

Scary Movie

Era el principio de la conversión del correcto Wade Wilson (Ryan Reynolds) en el puteador serial que es Deadpool, alguien con una lengua que de tan filosa también podía fungir como arma. No para matar a nadie, pero sí para, batería de chistes escupidos a velocidad supersónica mediante, darle algo de desenfado a un universo donde las cosas eran cada vez más serias, más grandes, con más ínfulas de importancia y trascendencia. En ese sentido, un superhéroe capaz de no tomarse del todo en serio lo que le ocurría fue un bálsamo, un oasis que fue reconocido hasta por electores de varias premiaciones relevantes (las de los distintos sindicatos, el Globo de Oro) de la temporada de alfombras rojas del invierno norteamericano.

Pero ya allí caía en la tentación de recurrir a muchos de los elementos (las peleas a gran escala, un villano serio, los inevitables momentos de “dramatismo”) que supuestamente repelía a través del humor, una tendencia que no hizo más acentuarse en la segunda entrega, estrenada solo dos años después a raíz del impensado éxito de su predecesora (es una de las películas con calificación R en Estados Unidos de mejor performance en taquilla).

Un mundo cerrado

Deadpool 2, además, presentaba un universo que comenzaba a encerrarse en sí mismo y con la iconografía de los superhéroes como única herramienta comunicacional, convirtiéndose así en una sumatoria de referencias, guiños y personajes de otros tantos exponentes del género súper de los últimos años. Una película que se reía de sus lugares comunes al mismo tiempo que los abrazaba como si dependiera su vida de ellos. Deadpool dejó de ser un personaje –se relegaron de la trama sus conflictos, se desancló lo afectivo de la motivación– para devenir en un payaso. Podía ser gracioso, sí, pero lo que antes lucía como irreverencia aquí tenía bien a la vista las costuras de su cálculo.

Y llegamos así a Deadpool & Wolverine. Por el volumen y relevancia de los hechos ocurridos desde 2018 parece que pasaron mil años. Repasemos: Disney compró Fox, los Avengers se jubilaron luego del tour de despedida a todo trapo que fue Endgame, hubo una pandemia que dejó a los cines funcionando a media máquina (o directamente cerrados) por casi dos años, Disney lanzó su propia plataforma y apostó muy fuerte a expandir la marca Marvel en esa ventana, la lógica de los multiversos se gastó más que una rueda luego de un millón de kilómetros y la mayoría de las películas de superhéroes pos pandemia fueron (con suerte) malas y funcionaron (con suerte) modestamente en taquilla. Ah, y Scarlett Johansson se plantó ante Disney con una demanda a raíz de la pérdida de regalías por el cambio de estrategia de lanzamiento de Black Widow por la pandemia. Muy tranquilo todo.

¿Qué hace la nueva Deadpool frente a un contexto tan distinto? ¿Ensaya otra vuelta de tuerca para intentar revitalizar nuevamente a los encapotados o, por el contrario, redobla la apuesta de lo que venía haciendo con más y más cameos, guiños, roturas de cuarta pared y autoconciencia? La película de Shawn Levy no solo elige lo segundo, sino que grita a los cuatro vientos que necesita imperiosamente que el experimento funcione. Al menos en la de taquilla. Así se explica el ingreso oficial de Wolverine al mundo Marvel/Disney, como obviamente se encargará de remarcar Deadpool.

A todo esto, decir que Deadpool es Ryan Reynolds es una exageración, salvo que creamos que el enmascarado que viste el traje del protagonista durante casi toda la película es el actor y no un doble. Un síntoma de que a Levy le importa nada el personaje detrás de un superhéroe ya entregado con proverbial enjundia a su rol de maestro de ceremonias.

Las joyas de la abuela

Ya escribí tres veces Wolverine (ahora cuatro) y no respondí la pregunta que muchos se deben estar haciendo: “¿Qué onda? ¿No había muerto en el extraordinario desenlace de la también extraordinaria Logan?” Sí, pero ya sabemos que en la lógica cada vez más ilógica de los multiversos la muerte es cada vez más reversible, un detalle narrativo que esta película sortea con los mismos mecanismos idiotas de los que supuestamente se burla.

Wolverine, vale recordarlo, fue pionero de la era súper integrando el plantel original de X-Men (2000). Recurrir a la criatura de Hugh Jackman (“Ahora que Disney compró Fox va a estar haciendo esto hasta los 90 años”, le dice en un momento su compañero de aventuras, en uno de los chistes más pertinentes de una película con pocos de ellos) es algo así como vender las joyas de la abuela ante una crisis económica: retrotraerse a pasados mejores para intentar exprimir alguna gota de prosperidad a un presente de sequía. Sin rumbo artístico ni narrativo claro desde Endgame, marginado del cetro que supo ocupar a raíz de las producciones para plataformas y con un público ya crecido que no da visos de renovación, el Universo Cinematográfico de Marvel ensaya aquí un intento desesperado de continuar con vida.

Y lo hace de la única manera que sabe: agregando una nueva regla al multiverso, que consiste en que básicamente se acaban. Cuando eso ocurre, quienes lo habitan quedan en una suerte de limbo junto a otros que pertenecían a los que ya concluyeron. Pura excusa para dar primero con el Wolverine de este multiverso y luego con otra media decena de personajes anclados en un pasado más o menos lejano. Por ahí aparecerá una villana muy muy seria y mala dispuesta a arruinar el plan. Que nadie busque sentido narrativo a todo lo que ocurre, porque está muy claro que el asunto va por el lado de hablar todo el tiempo de sí misma y de quienes aparecen en pantalla. La Scary Movie de los superhéroes, entonces, como el reencuentro de viejos conocidos.

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