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Un teatro de máscaras. Sobre Escrito en el viento (1956), de Douglas Sirk

Spoilers

Escrito en el viento (1956) de Douglas Sirk, no sólo es un punto álgido dentro de sus melodramas sino una de las grandes películas de la historia. Se trata de un mundo material basado en apariencias que se derrumba ante la imposibilidad del amor y de las frustraciones internas de los personajes que viven en esa cápsula hogareña decadente. Hay una idea de familia, pero llena de grietas. Un magnate del petróleo en Texas durante los años cincuenta en EE.UU no parece conocer límites desde el punto de vista económico, pero tales anhelos chocan contra las fuerzas del destino, como en una tragedia griega. Su hijo padece problemas con el alcohol y se ha casado con una joven que no es funcional al esquema del clan. Las aspiraciones del padre para que el hijo ocupe un lugar importante en la empresa se ven amenzadas por la impotencia sexual del joven, el primer eslabón de una cadena de conflictos que incluye sospecha de traiciones y muertes fatales. Al margen, un amigo de la familia (la cara apolínea del asunto) y la hija del magnate (la fuerza dinosíaca).

El comienzo es maravilloso y confirma la confianza que tenían los cineastas clásicos para narrar y dar forma al universo en pantalla a partir de indicios visuales. La cámara nos transporta a una mansión cuya puerta entreabierta permite advertir un cúmulo de hojas secas empujadas por el viento. Luego, el primerísimo primer plano de un almanaque dará lugar al flashback. El tiempo ha sido condensado en función del drama. La decadencia de una familia y del espacio del hogar no tendrá nada que envidiar a la caída del Imperio Romano. Es que en términos de pasión, el melodrama es capaz de llevarnos del paraíso a las aguas más profundas de un océano manchado con sangre, la sangre que dejan los torrentes de amor no correspondido.

Mujeres fuertes, sensuales, que destilan erotismo y sexualidad. Hombres encerrados en mentalidades infantiles. Sirk, inscripto en el sistema norteamericano de estudios, desarma con una mirada propia y transgresora los arquetipos masculinos y femeninos en la edad del consumo de posguerra. Hay una pulsión que atraviesa a los personajes que, lejos de confirmar deseos, inician caminos autodestructivos, peligrosos derroteros por los que se camina todo el tiempo a tientas. El punto de partida es una frustración. Así parece conformarse un cuadro siempre abierto a diversas posibilidades, donde el deseo pide algo que el cuerpo no responde. Robert Stack está increíble e interpreta al hijo del magnate petrolero. Su drama es que no logra concretar una vida social ajustada a las apariencias ya que su amenazada virilidad lo entierra en el alcohol y en el infierno de la duda constante hacia su mujer, Lauren Bacall. Rock Hudson es el amigo de la familia que los ha presentado y Dorothy Malone está perdidamente enamorada de él, aunque el destino no los incluye en el mismo libreto. Claro que Sirk jamás apelará al trazo grueso y sí a un conjunto de significantes que fortalezcan el derrumbe.

Hay una escena que sin estridencias ni gritos expresa de manera magistral el tormento del personaje. Se encuentra con su médico particular en un café; allí se entera de que es estéril. La cámara recorre el rostro de Stack, explora sus facciones a punto de estallar. Lo vemos levantarse y salir como un autómata. Ya en el exterior del bar, el encuadre es funcional al remate: por el borde de pantalla se atraviesa un niño montando un caballito de juguete ante la desesperada mirada del protagonista. La genialidad consiste en disimular sin golpes bajos otro gesto de oscuridad absoluta. A partir de ello, el destino del personaje va hacia la debacle. En este caso, la elegante perversión se manifiesta en este acto discursivo con ese símbolo para escenificar al fantasma que se lleva adentro, como una forma de enunciarlo por asociación en la mente del espectador, también dispuesto a compartir desde la butaca (¿con una sonrisa?) la insidia de la situación.

La misoginia masculina es representada por Sirk con las herramientas de la época, apelando al ingenio para posicionarse dentro de un esquema industrial asfixiado por el código de censura. El alcohol es el principal signo de inmadurez, del mismo modo que los espejos, los célebres invitados del género, devuelven una imagen torcida, homóloga a la descomposición mental de los protagonistas, al mismo tiempo que llenan huecos.

Y si el mundo de los ricas familias petroleras estalla, que sea a partir de estallidos de color rojo, la estrella cromática del melodrama. Sirk sacude pincelazos al borde de lo verosímil, exalta el artificio y le otorga un valor plástico a las imágenes. Conocedor de Shakespeare, eleva el drama a la altura de las mejores tragedias, prepara una puesta en escena notable que precede al estallido en una mansión que es metáfora de un mundo donde se huele mal, igual que en la Dinamarca de Hamlet. La acumulación de objetos es inversamente proporcional a la carencia afectiva: una réplica en miniatura de una torre petrolera es el sustituto fálico de una ninfómana. La locura del personaje de Dorothy Malone debido a la frustración por no colmar su deseo es otro de los momentos irresistibles de la película. La casa de la familia es un síntoma de la modernidad por su diseño, pero también por la sensación de salto al vacío del americano medio en la época del consumo desmedido. La ficción de las apariencias. Escrito en el viento es el noble antecedente de series como Dallas, Dinastía y otras que serían devoradas décadas más tarde por televidentes. El lujo y el dinero no alcanzan para tapar el fracaso de la soledad y cada personaje en la película lo padece a su modo. Por eso se secarán por dentro como esas hojas que vimos al comienzo y retornan al final en medio de penumbras.

Rainer W. Fassbinder se refería al cine de Sirk como una colección de derrotas: “Douglas Sirk trata a esa pandilla de muertos con una ternura y una luz tales que uno se dice a sí mismo: están hechos mierda pero, ¡son tan entrañables!” La soledad y el miedo son dos grandes temas. Y uno es el cordero sacrificado para que la culpa recorra como espectro a los que quedan. Si las máscaras aparecen con frecuencia en el cine de Sirk, al igual que los artificios, es porque en definitiva el mundo es un teatro, una arena donde nos engañamos todo el tiempo.

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