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Tarde de cine en Montevideo: un divorcio, Superman y yo

Son los 70s y es miércoles a la tarde. Mi madre está sin trabajo y recién divorciada. Mi padre, desaparecido en acción. Tengo 10 años y sólo lo veré dos o tres veces más hasta que decida borrarse del todo, cuando tenga 15 años y no sepa nunca mas de su paradero. Un cobarde que elude sus obligaciones, un hombre que no acepta responsabilidades o, siquiera, cumplir con las obligaciones mínimas que es pasar una pensión alimenticia.

Todo es triste y sombrío, y lo único que nos levanta el ánimo es el cine. Nuestra familia es cinéfila. Mi madre ha hecho catarsis en el cine devorándose reestrenos de El Exorcista y El Padrino. En cambio yo permanezco indiferente. Star Wars no me llama la atención. Son juguetes volando por el espacio. El heroísmo de Luke no me llega.

Entonces llega ése miércoles a la tarde. Sala 18 de Julio sobre la avenida principal de Montevideo. Las luces se apagan y vemos al planeta Kriptón. Villanos que salen volando por el aire, un planeta explotando en pedazos, un bebé en una cápsula espacial que parece un adorno de navidad.

Y llega esa música… esa marcha triunfante que queda grabada toda mi vida en mi cabeza. Esa marcha que, cuando se vuelve épica, las trompetas braman “SUPERMAN”.

Y es entonces cuando el filme me envuelve y me abraza. Cuando ese bebé le salva la vida a su padre, sosteniendo su camión con sus brazos. O cuando es adolescente y pierde a Glenn Ford de un ataque al corazón. Cuando en medio de todos esos hermosos paisajes se queda solo con su madre… y entiende que debe emprender su propio camino.

Lloré, lloré mucho. A este personaje yo lo entiendo. El está solo como yo. Pero ahora tiene un propósito. Va al Polo y crea un templo con lo último que le legó su padre. He aquí un padre cariñoso, bondadoso que tiene tiempo para explicarle a su hijo los secretos de la vida y del universo. Sus palabras lo convierten en una mejor persona, en una desinteresada que sólo quiere hacer el bien.

Es por eso que cada vez que veo a Chris Reeve, el corazón se me encoge. Porque Reeve es el único Superman. Porque su Superman representa la llegada de ayuda en el momento menos esperado, esa intervención divina cuando la esperanza ha desaparecido y todo parece perdido. Cada vez que veo como Reeve rescata a Lois Lane, sosteniendo el helicóptero en una mano y a ella con la otra mano, lloro. Vuelvo a mis 10 años, cuando lloré viendo esa escena en el cine. Cuando esperaba que un superhéroe viniera a rescatarme de mi miseria y mi dolor. Cuando Chris Reeve me sonreía y me devolvía la esperanza, porque los milagros en este mundo existen. Cuando vuela sobre la Tierra y me saluda, porque es el héroe de mi infancia.

Como en Montevideo el cine era continuado, uno podía quedarse a ver la película cuantas veces quisiera. Mi madre me veía feliz por primera vez en mucho tiempo, y le pedí verla una vez más. Y luego otra vez más. Y nosotros, que habíamos entrado a la función de las 2 de la tarde, salimos a las 9 de la noche. Pero mi pecho estaba lleno, mi corazón rebosaba de alegría. Ahora entendía cuál era la magia del cine. Y por primera vez, desde el divorcio, tenía esperanza. Gracias Chris por salvarme cuando más lo precisaba. Y por hacerme enamorar del cine, un amor que continúa hasta el día de hoy. Ahora su legado vive en mí, y hoy yo le enseño a mi nena la vieja película de Superman de 1978. Y ella se emociona tanto como yo. Porque no se trata de los efectos especiales, sino porque es una película con corazón, como ya no se hacen.

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