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Estado de gracia. Sobre tres películas inolvidables o cómo nace la cinefilia

He asistido muchas veces a conferencias de escritores y escritoras. Cuando se habilita el momento de las preguntas, hay una que se hace con frecuencia: ¿cuál es su libro favorito? La formulación del interrogante puede variar, están quienes van con el lugar común de ¿qué lectura se llevaría uno a una isla?, por ejemplo, como si en una situación extrema de supervivencia sólo se pensara en leer. De todos modos, esta clase de preguntas sirven para distender y generalmente las respuestas confluyen en un punto clave: se puede pasar por aprendizajes, academias, modas y diversos saberes, pero lo que se guarda en la memoria afectiva son aquellos libros que marcaron y que nos persiguen toda la vida, los que encendieron la fogata en la infancia y animaron la pasión. Están ahí. A veces nos negamos a releerlos por miedo a vulnerar el recuerdo; otras, regresamos insistentemente para intentar revivir la llama inicial. No obstante, la vida transcurre y ya no somos lo que éramos. El desafío consiste en que la pasión se mantenga. Son las razones del corazón.

Salvando las distancias, con el cine pasa algo similar. Quienes trabajan en este arte suelen escuchar pedidos de recomendaciones, solicitudes de listas y la infaltable pregunta sobre la mejor película de todos los tiempos. Somos animales de costumbres y entre ellas la necesidad de catalogar, de clasificar y establecer un orden de prioridades parecen imprescindibles. Por lo tanto, en mi caso particular, creo que si tuviera que hacer una personal historia del cine recurriría a una serie de momentos, de impresiones que me marcaron a fuego y se transformaron en huellas imborrables, como si el corazón fuera una tábula rasa donde se inscribieron sensaciones fugaces, tan fugaces que siempre ha sido un placer evocarlas, pero tremendamente dificultoso rescatarlas con su aura original. ¿Dónde nacieron? En la infancia/adolescencia, por supuesto. Elijo para la ocasión estas tres.

En 1982 tenía diez años y veía el mundo en contrapicado, sobre todo las puertas de los viejas salas donde pegaban fotogramas de las películas que daban. Recuerdo pasar una y mil veces con el colectivo y mirar las imágenes de Rambo, estrenada ese año en mi ciudad, Mar del Plata, intrigado por saber qué le habían hecho a Stallone, que aparecía todo inflado y torturado en la foto. Pero eso fue después. Antes, ese mismo año, dieron en el cine Gran Mar Rocky III. Yo salía del colegio y cuando entré, el mundo se transformó. Caminé el pasillo como el chico de Los clowns (1970) de Fellini al circo. A medida que se abrían las cortinas, se desplazaban los créditos en amarillo de la película con la clásica música de apertura. Ahí estaban las escenas sangrientas del combate con Apollo Creed en la segunda parte mientras yo ingresaba con la mirada enfocada y embobada en la pantalla. Ese momento fue único. Después vi la película unas quince veces más, salí boxeando, disputé mil batallas con mi hermano, les dimos batalla también a mi pobre madre con los líos que hacíamos dramatizando las peleas de Rocky, nos íbamos a ver a un café en video las versiones anteriores. De esa inocencia, de esos primeros relámpagos cinematográficos jamás renegaré (después vendrían todos los gigantes, desde Dreyer a Godard, de Ford a Hitchcock, más los festivales, más esto, más lo otro). Pero la escena fundante, la escena primigenia, siempre fue ésa. Por supuesto, Sly se transformó en uno de mis héroes.

La primera vez que vi Halloween (1978), la imaginé. Era prohibida para menores así que miraba y miraba el afiche pegado en la cartelera y escuchaba las historias de quienes sí la habían visto, e imaginaba. Me conformaba mientras tanto con adivinar algo a partir de los fotogramas en las puertas de vidrio, con intuir la intensidad de sus imágenes.Cuando pude verla en el cine Olympia de Mar del Plata, el horror superó a la fantasía: los movimientos lentos de Michael Myers, la música, los planos profundos, esos parques desolados (que nunca fueron iguales después en la vida), las muertes y el mal que nunca se extingue. Esa cosa al final de la escalera de Ray Bradbury es un cuento inquietante sobre un hombre que debe enfrentar un trauma de la infancia que lo ha perseguido toda la vida. Desde el título se advierte ya la indeterminación, uno de los rasgos fundantes de la literatura fantástica (y del terror). Pero además, está la cuestión de al final de la escalera, esa proyección espacial en profundidad que en el cine se puede apreciar mejor. ¿Qué hay allí en el fondo, qué se esconde detrás? son interrogantes que una buena puesta en escena puede ejercitar ante los ojos de un espectador que se mantiene en vilo ( y a salvo solo porque hay una pantalla de por medio). Así viví las caminatas de Jamie Lee Curtis con estudiantes amigas por calles y parques sin saber si al final de las mismos estaba o asomaba Michael Myers. La tercera vez la vi en sueños durante noches consecutivas en las que desperté transpirado, en las que me asomé al pasillo oscuro del departamento donde vivíamos. No hubo otra película que me causara tremenda sensación. Hoy la veo y me sigo perturbando. Si el cine es el arte de la sedimentración en el inconsciente, John Carpenter (como Hitchcock, Buñuel, Lynch) es un genio. Hoy, a Michael Myers lo jubilaron y con la pensión mínima. Es bastante feo lo que hicieron en las últimas versiones con el personaje.

Yo lloré tres veces con Juan Moreira (1973) de Leonardo Favio. La primera fue en Bahía Blanca en la casa de mi madrina. Tendría cuatro o cinco años, no más. Conservo una imagen difusa de un chico jugando de espaldas a la televisión. El color del ambiente era más bien rosado, como varias de esas fotos que guardaba la familia en cajas de zapatos, pero la película de Favio lógicamente transcurría en blanco y negro por la pantalla. Recuerdo los sonidos que llegaban y que no me atrevía a espiar por nada del mundo, hasta que sucedió lo inevitable. Empezó la secuencia final con Moreira atrincherado y la música que asomaba tímidamente hasta convertirse en un aluvión coral al que era imposible permanecer indiferente. Entonces me di vuelta casi sin querer queriendo y choqué contra la cara de Rodolfo Bebán atravesado por un cuchillo en la jeta (crecí con esa imagen equivocada; en realidad él lo lleva entre los dientes). El grito, el rostro y la música se hicieron carne en mí y comencé a llorar del susto que me produjo la situación. A partir de ese momento, pocas veces durante años pude ver de frente una escena con sangre y guardé en el depósito del inconsciente la secuencia. Décadas más tarde, en Mar del Plata, cuando descubrí el cine de Favio y ya podía hablar sobre Bazin, la Nouvelle Vague y otras peroratas, enfrenté el final de Moreira de nuevo.

Fue un exorcismo, pero esta vez lloré en estado de gracia. Sobre todo cuando Bebán se asoma a la ventana antes de salir para morir de pie, y dice con este sol. Solo la sensibilidad de Favio y de Zuhair Jury puede meter tres palabras suficientemente representativas del miedo ante la muerte, ese otro miedo que nada tiene que ver con el coraje del bandolero, sino con el del hombre que se lamenta de que el fin se dé en esa circunstancia en que Dios nos somete a semejante paradoja: abandonar la vida con ese regalo de la naturaleza, con ese sol. Eso es de los grandes poetas, aquellos que logran universalizar una experiencia particular. La tercera vez que lloré fue cuando preparaba una charla sobre Favio y volví a verla. Seguramente lo seguiré haciendo. Juan Moreira será siempre un estado de gracia.

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