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Las chicas siempre estuvieron ahí

Roberta Findlay y el sexploitation

Cada momento y lugar geográfico definirá qué es lo que el cine mainstream encuentra censurable y, en función de eso, lo que comenzará a filmarse de manera marginal. Todos escuchamos mencionar alguna vez el término exploitation asociado a películas de dudosa calidad. Si bien a primera vista esto puede resultar cierto, en lo que refiere a un estilo específico, lo que caracteriza a este tipo de cine es una forma de producción y una mirada particular sobre el hacer cinematográfico. Las películas de explotación no representaban una búsqueda estética sino una necesidad de la industria. Eran baratas, tenían un alto retorno de la inversión y buscaban temas excitantes para provocar el enojo y la atracción de un público que buscaba burlar la censura viendo producciones que presentaban todo aquello que debía ser censurado por lo escandaloso que podía resultar para la sociedad de ese momento: el sexo, la violencia, la sangre, el crimen, el consumo de drogas, la esclavitud blanca, hasta el cine de chicas rudas, asesinas, motoqueras y lesbianas, entre otras posibles “perversiones”.

En tanto categoría cinematográfica presente desde los orígenes de la industria, las películas que la componen se caracterizan por trabajar con temáticas polémicas o moralmente inaceptables presentes en producciones de bajo presupuesto que tienen como principal objetivo ser rentables en términos económicos. El lema central era “darle al público lo que quiere ver a cambio de mucho, pero mucho, dinero”. Juzgar la moral de los directores del exploitation nos hundiría en una discusión eterna que desdibuja el valor histórico de las propuestas que lo conforman.

Si bien se presenta como un fenómeno estadounidense, lo cierto es que en diferentes latitudes podemos encontrar directores como Jean Rollin, Joe D´amato, Jess Franco, Don Edmonds, Cesare Canevari, Armando Bo, Emilio Vieyra, Satoru Kobayashi o Kōji Wakamatsu, que no dudaron en ofrecer películas asociadas a las formas de producción del cine de explotación.

Dentro de este universo particular se desarrolla el Sexploitation. Conformado por películas que ofrecen temáticas asociadas a la sexualidad y a su mostración en la pantalla, este fenómeno se desarrolla en un momento específico del cine, aquel atravesado por la presencia del Código Hays que, en la Estados Unidos de los treinta, buscaba limitar por medio de una serie de normas rígidas pero fáciles de burlar, el consumo de temas que puedan afectar la moralidad del público. Ante la rigidez de la censura, se producen una serie de films que desafiaron estas leyes produciendo y proyectando películas en los márgenes de los estudios y de las cadenas de exhibición. La caída del Código Hays y el posterior estreno de Garganta profunda (1972) de Gerard Damiano, circunscriben al sexploitation a un periodo histórico determinado, con un inicio difícil de precisar pero con un final marcado por el nacimiento de la industria pornográfica. Vigente hasta mediados de los sesenta, estos treinta años de historia verán nacer una legión de directores, productores, peliculas y actores puestos al servicio de la realización de historias que tienen al sexo en primera plana.

El campo de trabajo del sexploitation rápidamente abarca nuevos subtemas que diversifican las propuestas. Los mockumentaries, que en el formato de falso documental abordan temas como el sexo matrimonial y la educación sexual, las nudie cuties, que desde las fórmulas de la comedia muestran lo que es vivir como parte de una comunidad nudista, y las roughies, peliculas precursoras del gore y el slasher en su combinación de sexo, desnudez y desmembramientos. Éstas, son algunas de las vertientes que el cine de explotación sexual ve nacer en esos años.

Directores como Russ Meyer y Herschell Gordon Lewis, en conjunto con productores como David Friedman y Roger Corman, son quienes figuran en el podio del cine de explotación convirtiéndose en los posibles precursores de nuevas propuestas que serán centrales en la década del ochenta. Surgen en este contexto una serie de películas de culto, revisitadas y analizadas aún hoy, que dejarán una marca en la historia del cine: Blood Feast (1963), Two Thousand Maniacs! (1964), Color Me Blood Red (1964) todas de David Friedman y de Herschell Gordon Lewis; A bucket of blood (1959) de Roger Corman y Faster Pussycat! Kill! Kill! (1966) de Russ Meyer.

En conjunto con el dúo Gordon Lewis y Friedman, hubo otra pareja (en este caso es literal porque eran un matrimonio) que realizó varios films dentro del subgénero: Michael y Roberta Findlay. Además de haber realizado la trilogía de la carne, compuesta por The Touch of her flesh (1967), The curse of her flesh (1968) y The kiss of her flesh (1968), estrenaron en 1976 el film de culto Snuff. Los niveles de violencia que sus películas ofrecían fueron más tolerados que otros donde el componente sexual era más explícito.

Lejos de que la presencia de una mujer dirigiendo estas producciones sea un caso aislado, desde las sombras varias directoras se dedicaron de manera directa (por elección propia) o indirecta (veían al subgénero como un trampolín al cine mainstream) a la realización de películas de explotación sexual, sólo que quiénes se encargaron de escribir la historia del subgénero decidieron dejarlas aún más al margen. Afortunadamente, en los últimos años el feminismo se ha ocupado de reevaluar las producciones emblemáticas del sexploitation en trabajos que se proponen no sólo analizar el rol de las mujeres como protagonistas de estos films sino también el lugar que ocupan las espectadoras femeninas. La visibilización y promoción de la filmografía de mujeres directoras como Stephanie Rothman, Roberta Findlay, Barbara Peeters y Doris Wishman habilitan múltiples interrogantes en la reconsideración de la historia del sexploitation.

El cine de Roberta Findlay

La historia de Roberta Findlay en el cine está intrínsecamente unida a la de Michael Findlay, su marido. Su caso es uno más en la larga lista de directoras (Ida Lupino, Stephanie Rothman, Alice Guy Blaché, Lois Weber) que trabajaron en equipo con sus parejas delante y detrás de cámara pero que, en la mayoría de los casos, no obtuvieron el justo reconocimiento por su trabajo. Aunque en muchas oportunidades era Roberta la que filmaba, era el nombre de su marido el que figuraba como director en los créditos finales. No fue hasta la ruptura de la pareja que el trabajo de Findlay como directora salió a la luz, quedando en evidencia su prolífica producción que le otorgó el mote de pornógrafa de los setenta. Era capaz de filmar rápido, filmar basura y ganar mucho dinero.

Entre 1967 y 1989 Findlay dirige, al menos, 40 películas. Su primer crédito como directora es en el film Take me naked (1966) donde cuenta la historia de un vagabundo que desarrolla una obsesión insana por una joven atractiva que disfruta de pasear desnuda por su departamento. Estamos, claramente, en el corazón de los mejores años del sexploitation. Desnudez, perversión, violencia y disciplinamiento sobre el cuerpo femenino eran la marca distintiva.

En 1976 se estrena Snuff, también conocida como El ángel de la muerte, película que filmó en Argentina en 1971 pero que, a pedido de la distribuidora, se demora en ver la luz. En este caso, comparte el rol de director junto con su marido Michael Findlay y con Simon Nuchtern, sin embargo en muchas páginas especializadas su nombre no aparece mencionado en esta categoría. Desde la promoción de la película se la vende como “Lo más sangriento que alguna vez ocurrió frente a cámara”. El marketing, basado en la premisa de que lo que estamos viendo contiene escenas reales, resultó central para convertirla en un film de culto. Nótese que su propuesta es anterior temporalmente al emblemático film de horror Holocausto Canibal (1980) de Ruggero Deodato.

Snuff es hija del furor cultural generado por los asesinatos del clan Manson. Cuenta la historia de una secta satánica liderada por un hombre llamado Satán (Enrique Larratelli) que tiene como miembros a varias motoqueras, lesbianas y violentas. En paralelo, Horst Frank (Clao Villanueva) un joven millonario y caprichoso se reencuentra con la actriz de cine para adultos Terry London (Mirtha Massa), con quien tiene un vínculo romántico. Rápidamente, la pareja se convierte en el objetivo de la secta que no dudará en torturar y asesinar sin reparo a quienes ofrecen algún tipo de resistencia a sus deseos. Sangre, cuerpos femeninos desnudos, mujeres asesinas y sensuales, tortura y violencia extrema e innecesaria se mezclan con imágenes reconocidamente argentinas, desde los paisajes del Delta del Tigre hasta los paquetes de galletitas criollitas inundando los estantes del almacén.

En la secuencia final, se le ofrece al espectador la muerte “real” de una de las actrices que forma parte del proceso de filmación de la película, mediante la adición de una escena desconectada del resto del film. Su estética desprovista de toda prolijidad y el uso de imágenes de archivo no sólo remite al mejor sexploitation sino que inaugura un estilo cinematográfico que aún hoy persiste.

No podría analizarse el film teniendo en cuenta su calidad artística, cinematográfica o argumental ya que difícilmente lo resista. Lo interesante de la película recae en dos aspectos: por un lado, en el modo en que se amalgaman diferentes elementos visuales y narrativos del cine de explotación de la época (desnudez, muerte, motoqueras, referencias lésbicas, etc) y, por el otro, en su carácter de film bisagra entre el cine de explotación sexual y las nuevas propuestas que, sin dejar de lado el componente sexual, apuestan por una violencia más extrema en cámara que prefigura lo que conocemos como cine snuff, donde las categorías de ficción y realidad se cruzan y se ponen en tensión. La propuesta de Findlay se convierte en el primer film de un subgénero maldito e históricamente despreciado: el del cine que se jacta de incluir muertes reales. ¿Por qué su valor como creadora del subgénero snuff sólo es reconocido en ambientes asociados a la cinefilia?

Snuff (1977) es un ejemplo clave para comprender el cine de Roberta Findlay. No solo porque se vincula con sus propuestas anteriores, en lo que refiere a las formas del Sexploitation, sino tambien porque prefigura el cine que realizará individualmente despues, ligado al gore y a la pornografía. Así, se convierte en un ejemplo clave de la difícil capacidad de adaptación frente a una industria en cambio constante y a la que, como Doris Wishman, le dedicaron sin vergüenza toda su existencia.

Hoy, convertida en directora de culto, su atractivo se enlaza directamente con ciertas discusiones del feminismo. Si por un lado se cuestiona su rol como directora en films que exponen a la mujer y la cosifican, por el otro ofrece un interesante caso de estudio para comprender cómo era el trabajo de las mujeres en subgéneros asociados directamente a la producción hecha por y para hombres.

¿Por qué su nombre aún hoy es una rareza? El problema de la falta de reconocimiento del trabajo de las mujeres en la industria cinematográfica, más recurrente de lo que parece, habilita otro interrogante de difícil definición, incluso para el ámbito de la teoría especializada en cine, en lo que concierne a la autoría y, específicamente, a la cuestión de la autoría femenina. ¿Se puede hablar de marcas específicas en el cine hecho por mujeres? ¿Ser mujer genera un tipo de cine diferente al realizado por hombres? ¿El sexploitation dirigido por mujeres debería ser diferente al realizado por directores hombres? Por más que no exista una respuesta unánime a estos interrogantes, la discusión es más que necesaria por el simple hecho de otorgar visibilidad a una problemática que atraviesa, desde los inicios del cinematógrafo, al cine hecho por mujeres. Lo que es claro e innegable es que, en la primera mitad del siglo XX, los nombres de las directoras mujeres eran reemplazados por los de sus maridos que también formaban parte de la instancia de producción o, incluso peor, por el de otros directores más conocidos que no formaban parte de esos proyectos. El paso del tiempo permitió la puesta en valor de muchas directoras, aún hoy desconocidas por gran parte del público cinéfilo.

Se vuelve necesario y urgente pensar la relación entre el ser mujer, el ser directora de cine de explotación y las “exigencias” externas de un posicionamiento ideológico feminista para aquellas mujeres que producen dentro de géneros considerados,historicamente, masculinos. Si bien Findlay es considerada por la teoria feminista como promotora de “algunas de las películas pornográficas y de explotación más desagradables e ineludiblemente regresivas del cine estadounidense de finales del siglo XX”, su valor histórico dentro del subgénero es indiscutible por el simple hecho de ser una directora que levantó, sistematicamente, la bandera del “no me importa un carajo”. Es, en esta combinación de honestidad y sordidez, donde Findlay filma películas que son lo que son sin buscar disculparse por ello. ¿Hay algo más exploitation que esto? Sin lugar a dudas no.

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