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Especial Ripley (Steven Zaillian, 2024) Episodio 5

Spoilers

Lucio es el título del episodio 5 de Ripley. También es el nombre de un hermoso gato que observa imperturbable todo lo que ocurre en la entrada y en la salida del departamento que Tom alquila en Roma, regenteado por la señorita Buffy (Margherita Buy). Es un personaje inventado para esta versión, una especie de primer motor inmóvil aristotélico, testigo privilegiado de los movimientos clandestinos de nuestro protagonista, con quien intercambia un par de miradas como si fueran socios en el crimen o establecieran un pacto obligado de silencio. Lucio está ahí, donde el resto de los humanos no llegan. Es el primer signo de una cadena de significantes que conducen a un crimen porque, digámoslo de una vez: si el episodio 3 será recordado por el asesinato de Dickie, éste lo será por el Via Crucis que atraviesa Tom para deshacerse del cadáver de Freddie Miles. Y para llegar a ese momento, hay que pensar en una serie de signos que comienzan con un ascensor averiado (otra gran personificación de adversarios posibles), escaleras interminables, la compra de un cenicero y un teléfono que siempre representará una señal de peligro. Y por supuesto Lucio, pero también la señorita Buffy, dos personajes que parecen ser quienes todo lo ven.

Tom se instala en Roma, dispone sus pertenencias en el interior de un cómodo departamento y comienza a adoptar las poses de Dickie, un estilo de vida burgués fundado en el placer por el arte y el goce de lo mundano. Este gesto epicureo dura poco. En la vida de Tom significa un rapto de relajación que se corta con la llegada de Miles, el personaje que le ha resultado incómodo desde un principio, porque es una amenaza primero y una ostentación de clase después. Freddie irrumpe en el departamento, recorre sus ambientes, escruta con la mirada e interroga a Tom. Estamos ante una nueva batalla dialéctica donde palabras y ademanes se mueven estratégicamente como piezas de ajedrez. Y es una batalla que no excluye la cuestíon de clase, sobre todo cuando Miles repare en los zapatos de Tom para burlarse. Derrotado verbalmente, no le quedará otra que irse. Sin embargo, unas palabras que intercambia abajo con la señorita Buffy le hacen regresar. Freddie se da cuenta de que Tom está impostando una identidad, pero el regreso será una elección fatal. El teléfono suena y es un problema; el cenicero que ha comprado Tom, una solución.

Toda la secuencia forma parte del arte de dilatación de esta serie. El trabajo con los sonidos fuera de campo son una marca característica: nos asomamos con nuestro protagonista y escuchamos a la distancia que Freddie ha decidido subir nuevamente. Lo esperamos con Tom. Ya no hay margen para estirar la mentira ni para actuar, lo han puesto en evidencia. Freddie cruzó un límite imposible. El golpe con el cenicero en su cabeza convoca las resonancias macabras del asesinato de Dickie. Ahora, la tarea consiste en deshacerse de un nuevo cadáver, proceso que será filmado de modo kafkiano y desde una multiperspectiva que activará el agobio y aumentará la tensión. Un cuerpo aparentemente liviano pesará como si fuera de una tonelada. Es la metáfora de la presión, del agobio que supone una tarea casi imposible: sacar el cuerpo del departamento y ocultarlo. Cuerpo que, a lo largo del itinerario nocturno, será una y otra vez ultrajado a base de golpes y de intromisiones externas. En medio del horror, la condición diletante de la fotografía parece exasperante y la idea de encuadre se refuerza. Cada detalle, cada complicación, son importantes para retardar los resultados del proceso. La paciencia y la espera de Tom son inversamente proporcionales a nuestra ansiedad para que el horror finalice: una puesta en escena que incluye alcohol introducido en la boca, un beso necrofílico obligado y el traslado tortuoso por escalones donde la cabeza impacta una y otra vez. Imágenes expresionistas que acompañan el periplo clandestino. Mientras tanto, Lucio mira.

Cuerpo y sangre desparramada sobre diversas superficies, como si se tratara de modernas intervenciones artísticas. No hay música que condicione nuestras impresiones o que atente contra el despojamiento del que hizo gala la serie hasta el momento. Un plano intercalado del David con la cabeza de Goliat. La vida imita el arte de Caravaggio. Como en el crimen anterior, estamos en el terreno del cine. No importa, una vez más, retorcer el verosímil ni juzgar en términos lógicos lo que vemos. Puro cine, cine puro. Del expresionismo de los interiores pasamos a las calles nocturnas y desoladas del Noir, un plato lleno de secretos. Dos transeúntes y la misma amenaza de quedar en evidencia. El ingenio de Tom para simular lo hace salir victorioso hasta introducirse en el Fiat que conducirá hasta las afueras de Roma para dejar el auto con el cadáver adentro. Y esa cabeza que sigue golpeando, que se bambolea a uno y a otro lado como si se resistiera a morir. El paisaje urbano aparece más estlizado que nunca. La noche es un sepulcro. El tiempo se extiende y se comprime como sólo el cine puede hacerlo. Tom regresa. Advierte las manchas de sangre. Nunca es posible limpiar todo; tampoco la conciencia ni la culpa. Menos relajarse. Apenas se dispone a tomar algo en el departamento se percata de que ha dejado los pasaportes en el saco de Miles, un error grosero que lo hará volver al lugar donde auto y cuerpo yacen como espectros en medio de una noche dibujada. Elipsis obligadas para atenuar nuestra sensación de asfixia dentro de este laberinto kafkiano, de eterno retorno. Ya no discernimos si queremos que Tom triunfe con su cometido o lo eliminen de una vez por todas. Es el punto problemático de un vínculo empático construido siempre en la oscilación de amor/odio. Es parte de la incomodidad que propone Zaillian en esta adaptación.

Tom regresa por segunda vez y es una sombra del que se fue. Tira los pasaportes a la alcantarilla. Sube las escaleras. Un cuerpo cansado, un útimo trago luego del anochecer de un día agitado. Los últimos planos del episodio confirman la materialización de una idea: los espacios vacíos se agigantan, son miradas silenciosas que pertenecen a una esfera independiente de saber, una amenaza latente siempre a punto de expresarse. No es casualidad entonces que veamos huellas de sangre del gato Lucio, que anduvo rondando por ahí. Con una particularidad: por única vez aparece el color. Las razones de tal elección son una puerta abierta a diversas interpretaciones. Por lo pronto, la sensación de amenaza, la sensación de fin, nunca se evapora.

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