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Especial Ripley (Steven Zaillian, 2024) Episodio 4

Spoilers

Tres imágenes que funcionan como metonimia de Dickie, el personaje que está en el fondo del mar pero que será citado mediante signos materiales. Es el comienzo del cuarto episodio llamado La dolce vita, en clara referencia a Fellini y al milagro económico italiano de los años cincuenta. Mientras tanto, Tom regresa a Atrani para tomar posesión de las pertenencias. Una nueva sensación de amenaza se activa en la estación de trenes con la presencia policial. Objetivación/Subjetivación: el recurso nunca falla más allá de su repetición. La amenaza, la idea del fin siempre está en la piel del mentiroso. Solo falta esperar quién será el verdugo.

El Ripley que regresa al pueblo es otro. Ya no se asusta, ya toma posesión de la casa y da forma a sus planes. La batalla es con Marge y también la victoria dialéctica. Luego, le ganará el duelo verbal a Carlo, el integrante de la Camorra, con aplomo y paciencia cuando tenga que vender el barco de Dickie. Ambos diálogos están puestos al principio del episodio estratégicamente y refuerzan el arte de la impostura basado en la paciencia, en jamás develar las intenciones ni propinar una palabra de más.

El mar mezclado con los sueños. Los dos órdenes nuevamente fundidos en una dimensión, la del inconsciente. Cuando Tom ocupa el espacio de Dickie, todos los planos de los objetos denotan un estado de existencia vacía, de amargura, de apropiación indebida, una violación a la intimidad que incomoda. Son esos momentos pincelazos fríos que ponen distancia, que quiebran el vínculo empático.

El camino a Roma incluye un ensayo en el espejo del baño del tren, momento previo a descender como Dickie, vestido como él. No obstante, nunca logra instalarse ni relajarse. El acoso es permanente. Lo cierto es que nada lo perturba como para desbordarse: siempre prima la maduración de un acto, el pragmatismo ante situaciones límites y el azar, una condición (cuasi) sobrenatural en el destino de Tom. La escena en la Iglesia donde vuelve al cuadro de Caravaggio es clave y se resignificará más adelante. Un sacerdote le dirá: “La luz. Siempre será la luz”. No sólo tendrá resonancia la frase en un hecho posterior, sino en tanto patrón estético y anímico de la serie. Luz y fotografía como elementos expresivos determinantes de su carácter misterioso, despojado y diletante.

Una nueva secuencia en el Museo y una nueva excusa para Caravaggio. Carta a los padres de Dickie y la fabulación a través de la escritura. La dualidad a pleno: uno descansa en la cama, otro en el fondo del mar. Ripley se sale con la suya tanto legal como moralmente. El triunfo, incluso, va más allá de la moral y de la razón. La falta de remordimiento y sufrimiento que revela el personaje está relacionada con su no integración en el universo simbólico. Ripley es como una figura angelical caída, que vive en un universo donde todavía no conoce nada de la Ley ni de su transgresión (el pecado), y por tanto nada de la culpa generada por nuestra obediencia a la Ley. Por eso no siente remordimientos tras sus asesinatos; aún no está plenamente integrado en el orden simbólico. Esto lo sitúa fuera de las restricciones del Súper Yo; sin un policía interno que vigile sus pensamientos o acciones, es capaz de eludir a los detectives que sospechan de él y vivir su existencia idealizada hasta la próxima vez que sea necesario asesinar. Ripley no se siente culpable, pero su vida está determinada por esta ansiedad constante de seguir engañando. El deseo nunca se colma. Si concluyera, la vida se apaga. En otras palabras, Tom puede actuar como un hombre razonable y racional, y de hecho ser todas las cosas que esto implica, y aún así estar desprovisto de contenido en forma de culpa, emoción y deseo.

Es posible que muchas lecturas reparen en la condición de “monstruo” en el protagonista, pero corren el peligro de caer en un enfoque más bien convencional. Ninguna persona es un monstruo en sí misma y acaso sea Tom un espejo de nuestro lado oscuro. El acompañar la historia desde su punto de vista nos involucra; como vemos el mundo a través de Tom, estamos dentro de su burbuja y nos identificamos con su perspectiva sobre un mundo social que es bello pero inalcanzable. Entonces, entendemos (aunque no es necesario compartir) la mentira como la única acción a su alcance que merece alguna esperanza de éxito. Vimos en el primer episodio lo que es la vida de Tom. Nuestro protagonista no tiene recursos económicos en una sociedad que se legitima por la posesión de capital. Sí, es cierto, ¿por qué no trabaja? Bueno, le gusta la belleza del arte. Es una respuesta absurda, pero suficiente para construir una ficción autónoma alrededor de una identidad tan enigmática (en su pasado) como transparente (en el presente). Su estrategia es ocupar el mundo de lujo de un niño mimado y ricachón que, encima, no posee talento alguno. Lo que a uno le falta, al otro le sobra, y ninguno de los dos pertenecen al proletariado. Mientras el mundo se rija por esa ecuación y refuerce las diferencias, las reglas de la supervivencia regirán las experiencias de los individuos. La diferencia entre Dickie y Tom, en principio, es que este último miente desde la carencia. Los asesinatos constituyen una transgresión de los límites morales, pero provienen de un personaje que está más allá de la moral. Como la literatura de Highsmith o la serie de Zaillian son también opciones artísticas que se inscriben más allá de los imperativos. Sin mentiras, Tom no tiene ninguna esperanza de acercarse a un tipo como Dickie Greenleaf. Y no conseguir acercarse sería una traición al padre de Dickie, pero también problemático para nosotros, quienes no tendríamos el mundo placentero que posee Dickie ni disfrutaríamos del arte de la impostura de Tom. Este gesto continuo por poner al personaje en peligro y sacarlo a tiempo para sostener su mundo y sostenernos a nosotros en la ilusión de que triunfamos con él, es lo que desdeña la versión de 1960 de René Clément, A pleno sol, con un final anclado en la corrección.

Que Tom sea un asesino es moralmente problemático, por supuesto, pero difícilmente una causa para detestarlo. La ficción nos sacude, nos interpela: ¿quién no ha deseado una vida en la que la sensibilidad fuera primordial y triunfara sobre la economía? Las preguntas de Ripley dislocan el sentido común, o como dijo un filósofo, “piden rascarse donde no pica”.



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