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El Conde; una sátira sin alma

La memoria es un concepto complejo, especialmente la memoria relacionada con el dolor y el sufrimiento. Es cierto que muchas veces se hace necesario desmitificar aquellos espacios de la memoria que han quedado manchados por episodios traumáticos, romperla, resignificarla para poder reencontrarnos con nuestro, pasado, nuestra historia, nuestra identidad. Tratar de volver a ser dueños de nuestro pasado, reabriendo las heridas con la intención de convertirlas en otra cosa, en material para la construcción de un futuro diferente.

Nuestra memoria individual y colectiva define nuestra identidad; la manera en que recordamos construye nuestro presente. Por lo mismo es que trabajar la memoria, a veces reprimida, a veces escondida en sótanos mentales, es el gran proceso de resignificación para lidiar con el dolor y el sufrimiento.

En este ejercicio el cine ha probado ser profundamente efectivo. Si de traer al presente la memoria se trata, desafiarla, contraponerla a nuevas miradas, enfrentarla al paso del tiempo, el cine ha probado ser una herramienta particularmente efectiva. Hay algo en su visualidad, su capacidad de construir y destruir universos, de volver en tangible lo etéreo, que hacen de este arte una herramienta fundamental en la administración de la memoria.

Al cine recurrimos para para encontrar memorias sociales e individuales, para revivir alegrías y penas. El cine como receptáculo de la memoria.

Y si de penas hablamos las películas han tenido la capacidad de transformar a personajes terribles en objeto de parodia y de catarsis, e incluso en pomposos intentos de reescribir la historia.

La aparición de Mussolini en la fantástica adaptación de Pinocho de Guillermo del Toro; “me gustan los títeres" dice el pequeño dictador en su única línea en la película; que lo ridiculiza y satiriza en su justa medida.

Un pusilánime Francisco Franco, con voz chillona que lame las pisadas de Miguel de Unamuno en “Mientras Dure la Guerra” de Alejandro Amenábar. “Sopa de Ganso” de Groucho Marx presenta a un dictador genérico que bien podría ser Stalin, Videla, Castro o Trujillo. Y si de Stalin se trata, la caracterización del dictador soviético de 2017 en “La muerte de Stalin”” de Armando Iannucci es una sátira casi sin parangón sobre la ridiculez del poder dictatorial y sus seguidores. La película no solo desmitifica a Stalin y lo presenta como un mañoso anciano aferrado al poder, sino que muestra a sus aliados, Jrushchov, Beria, Malenkov, Zhúkov y Molotov, como perros falderos tan asustados como sedientos de poder.

Obviamente que la guinda del pastel es la obra magna de Charles Chaplin, “El Gran Dictador”. El actor y director inglés no solo se ríe de la figura Hitler, y del régimen Nazi; sino que ya en 1940 enviaba un potente mensaje de en lo que el dictador alemán se terminaría convirtiendo.

Todas estas historias tienen algo en común; más allá de ser grandes películas y de su genial uso del humor y la sátira. Utilizan la imagen de dictadores, con sus estelas bañadas de dolor y sangre, mucha sangre, para expresar ideas reprimidas de la sociedad. Ya sean sobre el pasado, el futuro, el presente, estas sátiras tienen mucho que decir sobre el mundo que las contiene. Además desmitifican la figura del dictador. Chaplin transformó a Hitler en un niño pequeño, obsesionado con dominar el mundo, propenso a los berrinches y delirios de grandeza. No se trata de una limpieza de imagen, al contrario es la deconstrucción del hombre para llegar a su subconsciente. Estas sátiras tienen un sentido, trabajan con y desde la memoria para poder hacer de la imagen del dictador algo de lo que podamos reírnos, difuminando el miedo que lo envuelven.

El conde, la última película de Pablo Larraín, pretende existir en este mismo universo. Y hay que reconocerlo, la película se ve increíble. Larraín se ha caracterizado por hacer de sus películas un festín visual. La fotografía en blanco y negro, las locaciones, vestuarios son de alto nivel, nada que decir sobre eso. Pero entrando en la historia eso ya es otra cosa.

Larraín se enfrasca en una misión que nadie había intentado siquiera en la historia del cine chileno. Trata directamente la figura no solo de Pinochet, sino de su esposa Lucia y sus hijos. Además de crear un personaje que pareciera amalgamar al ex director de la DINA, Manuel Contreras Sepúlveda; el coronel Marcelo Moren Brito y el brigadier Miguel Krassnoff, todos torturadores y parte fundamental del aparato represivo de Pinochet durante la dictadura.

El problema con El Conde no es su factura, ni su reparto, ni su fotografía, ni el sonido. El problema es que es una película que no tiene absolutamente nada que decir. Como un espectáculo de payasos en circo pobre, hacen mucha bulla pero no dicen nada. La historia sigue a Pinochet en su supuesta vida como vampiro desde la Revolución Francesa hasta el Chile contemporáneo, cuando ya todos lo dan por muerto. Con tal personaje a su disposición Larraín intenta por todos los medios de caricaturizarlo, de crear una sátira efectiva que transforme la imagen del dictador en algo más, en una metáfora sobre su vida, su actuar. Pero no logra nada de esto.

Pinochet se pasea por los magníficos decorados en una mezcla entre Béla Lugosi en Drácula y un viejo verde enamorado de una joven monja. Nada tiene sentido, los caminos de la narrativa no nos conducen a ninguna parte. Pareciera que Larraín pretendiera que la simple risa de descontextualizar a Pinochet fuera suficiente para graduarse como genio satírico, sin comprender del todo que en los ejercicios a medias pueden llegar a ser incluso peligrosos. En este juego con la imagen de Pinochet, su grupo de torturadores y su familia termina por desconectar la memoria de la narrativa, pareciera que por momentos estamos viendo la historia de personajes anónimos, que no tienen conexión con aquella memoria que se pretende activar.

Mientras la figura del Conde Pinochet se mueve por sus territorios, o cuando vuela sobre la ciudad por las noches, la posibilidad de generar algo positivo con esta historia se va diluyendo. En ningún momento se desafía la memoria, jamás se invita al espectador a derribar el mito de Pinochet para construir desde sus ruinas algo nuevo, algo que le pertenezca al pueblo, algo sobre lo que podamos edificar el futuro. En ninguna parte de la historia se enfrente al personaje con la culpa, la desdicha, con el ridículo, con la banalidad de su propia existencia, con la tortura de cargar con una de las partes más negra de la historia de Chile. Al contrario, se le permite renacer, volver su historia foja cero, y comenzar nuevamente. Entiendo que se pretende demostrar que la odiosidad generada por Pinochet y compañía es un ciclo sin fin en la sociedad chilena, pero para tal metáfora no es necesaria una película. La literatura ya ha cubierto de manera magistral este terreno, “Casa de Campo” de José Donoso, “Estrella Distante” y “Nocturno de Chile” de Roberto Bolaño, “Tengo Miedo Torero” de Pedro Lemebel y “La muerte y la Doncella” de Ariel Dorfman son solo algunos ejemplos.

Sé que puede parecer una exageración pero hablamos del director más exitoso del cine chileno contemporáneo, y algunos de los personajes más poderosos para la historia de Chile. No es un capricho haber esperado algo más. El cine es entretención pero en ciertos casos, como este, tiene una labor social. Es una gran oportunidad perdida para entregar el cadáver del dictador fragmentado para que el público hiciera con lo más útil para su propia identidad y memoria.

Es una decepción terminar viendo una obra tan indulgente con sigo misma, tan convencida de su genialidad que se perdona ser vacía y no tener discurso alguno. Estos monolitos históricos, estas estatuas de piedra como Pinochet no pueden ser tomadas a la ligera; son aún demasiado importante, demasiado definitivas en la vida de chilenos y latinoamericanos. Son parte de nuestro propio vía crucis, es la razón por la que la gente continúa rompiéndose la cabeza o escupiéndose en los intolerables programas de tertulia política de la televisión. Es la memoria que nos define y cada paso que damos en su desmontaje, en su desmitificación, en la destrucción de su armadura de mármol, es fundamental. Da para pensar incluso que la fecha de su estreno fue intencionalmente ubicada cerca de la conmemoración de los 50 años del golpe de estado. ¿Pero qué aporta en estos 50 años de luchar con una memoria oxidada censurada? absolutamente nada; ¿En que ayuda a relacionarnos de manera diferente con la oscura y dolorosa imagen de Pinochet?, en nada.

Al final tenemos un gusto cinematográfico de Pablo Larraín que, aunque queramos abstraernos y verla simplemente como una película, es complejo disfrutarla. Por mi parte, al igual que en “Neruda”, otro ejercicio de trabajo sobre un personaje complejo, me queda la sensación que Larraín pretende construir un universo personal donde pueda utilizar la historia para elevar su imagen de esteta, pero sin ninguna contemplación por la profundidad de la historia. Personalmente no me puedo conectar con las historias de personajes históricos recitando textos que parecieran escritos para la curatoría de alguna emperifollada exposición. Prefiero a los personajes humanos, débiles, que se equivocan, sufren, se transforman y pagan sus pecados en la tierra como todos lo hacemos. Por mientras seguiremos esperando una película que pueda, de una vez por todas, abrir la imagen de Pinochet y compañía al escarnio público, que lo desnude en su realidad y no en ficciones de segunda mano. A ver si entonces abrimos los anales de la memoria para soplar el polvo, el miedo y el asco que nos provocan, y dar un paso hacia adelante.

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