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La condesa sangrienta. Notas sobre La condesa de Julie Delpy

Spoilers

La historia de la condesa Erzébet Báthory ha llegado a nuestros oídos en forma de narraciones terrorífica e imágenes inquietantes. Seguramente la narración más rigurosa en torno a sus métodos para extraer la sangre de sus jóvenes víctimas sea la realizada por la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su texto “La condesa sangrienta” publicado por primera vez a mediados de la década del 60. Pizarnik presenta de esta manera a la condesa: “El nombre de Báthory- en cuya fuerza Erzébet creía como en la de un extraordinario talismán- fue ilustre desde los comienzos de Hungría. No es casual que el escudo familiar ostentara los dientes del lobo, pues los Báthory eran crueles, temerarios y lujuriosos.”

En La condesa (2009) la actriz y directora Julie Delpy asume el riesgo y el desafío de llevar a la pantalla la historia de Báthory recurriendo a su biografía, pero también a la ficción para intentar dilucidar qué es lo que la lleva al crimen.

I.La naturalización de la crueldad

En 1575 Báthory contrae matrimonio a la edad de 15 años. Su marido guerrero luchó contra las invasiones turcas. La guerra constante y la crueldad con la que venció al enemigo le otorgaron poder y estatus. Tras su muerte es Báthory quien continúa administrando sus tierras y los asuntos de la guerra, contrario a las costumbres de la época que veían con malos ojos a una mujer ocuparse de tales menesteres. Delpy subraya aquellos aspectos que vuelven a la condesa una mujer autónoma e incluso adelantada para su tiempo. La verdadera Báthory la que explora todas las formas de infligir dolor en los otros se constituirá luego de la muerte de su marido y es la que interesa a la directora.

Sin embargo, Delpy se detiene en algunos momentos significativos de la experiencia infantil de la condesa para poner en evidencia su familiaridad con la crueldad. A la pequeña condesa le enseñan que de una semilla nacerá un gran árbol. La niña reemplaza el pequeño árbol que ha sido plantado por un pollito que es tapado por una gruesa capa de tierra. Por la noche, investiga qué ha ocurrido con el animalito: el pollito ha sido atacado por gusanos. La niña junto a su maestro aprende la diferencia entre una semilla bajo tierra y un animal. Cuando las personas y los animales están bajo tierra es porque están muertos, en cambio las semillas están vivas. La pequeña Báthory parece sentir una suerte de satisfacción, tempranamente parece darse cuenta del poder que puede infligir sobre los más débiles. En aquellos años el castigo y la violencia no solo son habituales sino una forma de obtener status y el respeto- basado en el terror- de los súbitos. La diferencia de clase- abismal en la época- sin ser el tema central se vuelve palpable a lo largo de la narración. Incluso el amor está atravesado por aquella lógica.

II. Amor prohibido

La condesa se enamora de del joven Istvan Thurzo. Ella tiene 39 años, él apenas 21. Lo que parece condenarlos a un amor imposible no será únicamente la diferencia de edad sino también de rango. Pero nada impide que se entreguen a un breve romance. Báthery resulta fascinada por la juventud de su amante, por su piel suave. Luego de la despedida, sola en su carruaje observa asustada sus manos. Allí encuentra la huella del paso del tiempo y la inminencia de la perdida de la belleza y la juventud. Delpy se detienen en el gesto de Báthory ocultando sus manos con un guante, asustada de su propio cuerpo. Este será el primer indicio de lo que atormenta a la protagonista y lo que la llevará a adentrarse en la locura.

Acompañando la obsesión en torno a su propio rostro la cámara se volverá cada vez más cercana a la protagonista y observará con detalle las líneas del rostro, pero también se detendrá sobre las joyas y vestidos que funcionan como antídoto, como forma de disimular el paso del tiempo.

III. El espejo

Escribe Alejandra Pizarnik “…vivía delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma… Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse”. Será justamente el espejo de su tocador el que se volverá objeto central, fuente de alegría pero también de tormento en la vida de la Condesa.

Báthory le reclamará a Darvulia, una hechicera- y ocasional amante- esencias y ungüentos más efectivos para conservar su piel suave. Nada parece satisfacer sus exigencias. Finalmente, de un modo azaroso, luego de castigar violentamente a una criada, la sangre de la joven llega a su piel. Báthory ve o cree ver que las arrugas de su rostro desaparecen. Esta probablemente sea la secuencia más lograda en términos visuales, el espejo funciona como engaño, transforma la percepción de la condesa, tanto cuando se percibía demacrada como cuando su rostro parece rejuvenecer. El reflejo se vuelve un modo de ingresar en la subjetividad de la condesa, de percibir como ella lo hace y de verse a sí misma a través de sus propios ojos. La alteración entre estos planos que remiten a lo subjetivo con planos objetivos confunde al espectadxr, ya no sabemos efectivamente si el rostro de la condesa estaba marcado por el paso del tiempo o si ha rejuvenecido. Lo que parece querer decirnos Delpy es que lo fundamental es la propia mirada. Es la propia percepción alterada la que permite el desequilibrio de la condesa. En este sentido, Delpy pierde la gran oportunidad de continuar explorando la potencia de una imagen capaz de dar cuenta del desequilibrio, las múltiples capas que pueden componer una imagen basada en los reflejos, las luces y las sombras.

A partir de este momento, del contacto de Báthory con la sangre, la condesa parecerá habitar en gran medida los espejos, su vida se limitará a su propio reflejo, nuevamente escribe Pizarnik: “Porque nadie tiene más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos”.

IV. Confinamiento

La condesa Báthory es condenada por el asesinato de cientos de jóvenes vírgenes. Báthory es recluida en una habitación oscura y emparedada, condenada a recibir allí la muerte. Delpy es capaz de mostrar a la condesa como despiadada victimaria, pero también como víctima de un proceso que esconde claras intenciones políticas. Al condenar a Báthory se le quitan sus tierras, y quedan condonadas las deudas del rey hacia la condesa. El proceso muestra sus irregularidades basadas en la grave y arbitraria acusación de brujería padecida por muchísimas mujeres de la época. Lo que procuran los jueces de la condesa es quitarle su poder, no los moviliza el deseo de justicia para castigar la crueldad ejercida sobre cuerpos inocentes. De esta manera la directora presenta un retrato de la época, de las pujas internas, de las amenazas exteriores, de las tensiones religiosas y del rol asignado a las mujeres. Una sociedad que naturaliza la crueldad y pone la técnica a disposición de la creación de maquinaria de tortura. Estas líneas son las más interesantes, las que dejan entrever el clima de época y la percepción del mundo.

Sin embargo, la decisión de que una historia de amor imposible sea el factor decisivo y determinante para el desequilibrio de la protagonista limita en algunos aspectos la narración y la profundidad tormentosa de la condesa. De alguna manera Delpy parece querer abarcar algo que es de una naturaleza más inasible, encontrar una explicación lógica a una psiquis que no se pliega a la lógica habitual. La linealidad del relato y las formas clásicas de representación no le permiten adentrarse en las profundidades de uno de los personajes más siniestros de la historia. Delpy no parece atreverse a dar el paso decisivo que la llevará al centro del laberinto, aquel laberinto del que habla Pizarnik: “Amaba el laberinto, que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse.”

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