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La zona de interés: del sonido, la familia y el horror

Spoilers

Basada en la novela homónima de Martin Amis, La zona de interés (The Zone of Interest, Jonathan Glazer, 2023) sigue a Rudolf Höss (Christian Friedel) y su esposa Hedwig (Sandra Hüller), quienes intentan mantener su hogar al lado de Auschwitz, mientras Rudolf se desempeña como comandante de este campo de exterminio.

El filme inicia con un fondo negro y una música espectral, densa e incómoda: es una advertencia sensorial para el espectador de que la oscuridad y el sonido son esenciales en esta historia. Luego de unos segundos que parecen eternos, se nos presenta otro elemento importante: una familia apacible acampando en un bosque. Una imagen que parece placentera, pero que, a los ojos de los espectadores, va adquiriendo connotaciones perversas a medida que se desarrolla la narración.

La zona de interés se desenvuelve en el mundo de las apariencias, lo velado y la insinuación. La familia Höss vive al lado de Auschwitz, pero solo vemos los muros, parte de la fachada y poco más de esta fábrica de muerte. Aunque lo esencial no es lo que vemos, sino lo que escuchamos, el espectador bien puede hacerse una idea de lo que pasa: sonidos de disparos y golpes, ladridos de perros, gritos de víctimas desesperadas y de victimarios iracundos… En ningún momento vemos qué sucede allí, pero imaginarlo puede tener un efecto psicológico igualmente devastador.

Con este telón de fondo, Hedwig ―llamada la Reina de Auschwitz― cría a sus hijos, comparte con su esposo y cimienta su hogar. Se muestra como una esposa bastante fiel, madre devota y anfitriona ejemplar, pero es tosca en su andar, propensa a la ira con sus criadas y no le interesa en absoluto el destino de los judíos que pasan por detrás de su casa.

Por su parte, Rudolf parece un padre cariñoso, esposo atento y trabajador inagotable, pero no le importa que sus hijos crezcan en este ambiente, le es infiel a su esposa y su trabajo es la muerte, ni más ni menos. Y los hijos, aparentemente modélicos e inocentes, exteriorizan las inmoralidades que los rodean: el mayor se entretiene viendo dientes humanos antes de dormir, la pequeña tiene problemas para conciliar el sueño y otro hace el saludo nazi de forma rutinaria.

El filme disecciona la dinámica y los hábitos de una familia para mostrarnos su sutil, pero evidente degradación moral y espiritual. Llega un punto en el que Hedwig amenaza con calcinar a una de sus criadas y arrojar sus cenizas al río, a pesar de que la chica no es judía; y Rudolf se imagina cómo sería gasear a los propios nazis en una fiesta, como si pensara mecánicamente en el exterminio en términos de métodos y cifras. ¿En qué piensan los niños, entonces? Quizá es mejor no saberlo.

El registro de la imagen es esencial en esta disección, porque la cámara nos sitúa en un punto de vista similar al de un entomólogo observando la dinámica de una granja de hormigas: estos seres nos resultan fascinantes mientras más nos fijamos en el conjunto y, sobre todo, en los detalles. Uno resalta especialmente: luego de la conversación entre Hedwig y su madre Linna (Imogen Kogge), observamos varios planos cercanos de flores de diversos colores, mientras el sonido proveniente de Auschwitz se va intensificando a la par del propio color.

Esta dualidad entre lo bello y lo horroroso insinúa un debate inherente en el cine del Holocausto, ¿existe belleza en algo tan vil, tratándose incluso de películas? Visto de este modo, el filme de Glazer es una verdadera rareza dentro de este cine; sentimos el horror a través de la cotidianidad de una familia maldita por la oscuridad y, al mismo tiempo, nos maravillamos ante la audacia de su planteamiento.

Aun en una historia semejante, cohabitan el bien y la bondad, representados en el personaje de Aleksandra (Julia Polaczek), quien deja manzanas para los prisioneros en sus lugares de trabajo durante la noche. Sus breves y significativas escenas, rodadas con cámaras térmicas, producen el efecto de un negativo: los escenarios y decorados son oscuros y desprovistos de vitalidad, pero Aleksandra rebosa de un blanco puro y casi fantástico. Estas escenas son bellas tanto por la forma como por lo que simbolizan: incluso en un mundo olvidado por Dios, la luz puede resplandecer.

Han pasado casi ochenta años desde que se apagaron los fuegos de Auschwitz y el Holocausto llegó a su fin, pero su recuerdo sigue presente en la remembranza de las víctimas, los testimonios de los sobrevivientes y sus pertenencias, que habitan los pasillos del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau. Las películas sobre la Shoah atestiguan la extraordinaria maldad del nacionalsocialismo, la necesidad de conservar y divulgar la memoria histórica, y buscar el sentido de este infierno, si es que tal cosa es posible.

La zona de interés hace una contribución valiosa a esta representación, divulgación y búsqueda, valiéndose de lo sensorial en una paleta de colores grises y frías, como sus protagonistas, y en el sonido fuera de campo, que acecha y se adhiere a los personajes y el público como un espectro; de lo invisible porque no vemos el horror y la atrocidad, pero los sentimos en lo más hondo; y de lo familiar porque, en los vaivenes y la cotidianidad de la familia Höss, observamos la locura a la que se dejaron arrastrar miles de alemanes y europeos, seducidos por promesas envenenadas, dignos representantes de lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal”.

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