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Gustavo Adolfo Almarcha, un anciano, pinta sobre un lienzo rodeado de cuadros de cabezas. Primero carboncillo, luego unas pinceladas. Ojos, mejillas, boca. Poco a poco se va vislumbrando el rostro de una persona. Mientras tanto, el rostro de una mujer y otros fantasmas de su vida lo acompañan en una lucha incansable por una obra pictórica a la altura de sus mejores obras de antaño.
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