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En la segunda parte de la trilogía sobre la ansiedad (continuación de White Epilepsy), la única fuente de luz que se refleja en la pantalla es el cuerpo humano desnudo. Su superficie, llena de huesos y músculos, se flexiona y vibra a un ritmo frenético. Cuanto más vivo es el reflejo, más profundamente siente el espectador su mortalidad, ya que reconoce entre las convulsiones las fuerzas que no puede controlar.