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Cada uno ve con ojos que saben que hay un mundo más estable, más concreto, en el que el aire no es tan denso, un mundo más suave con su tiempo, su paciencia y su movimiento. Pero las ocho personas de esta película, ocho de los 5,3 millones que viven con una lesión cerebral en los EE. UU., no viven en ese mundo. Viven en un mundo aleatorio y, a menudo, implacable. Un mundo donde la acera se mueve y los colores bailan. Un mundo donde la luz no proviene de la gracia de arriba, sino un doloroso recordatorio de que han olvidado sus anteojos de sol. Un mundo donde una tienda de comestibles es un infierno. Pero, su mundo también lleva un cielo renacido en cada respiración. Su sencillez es el mayor regalo que se les hace: la puesta de sol, trotar por el cerro, aire fresco, sopa casera, un fuego, las manos de su amante en el cuello. La tranquilidad del mediodía solo. Este es el mundo de las lesiones cerebrales. Y cada veintiún segundos se les une otra persona.