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En las concurridas calles alrededor de Café Goodluck, los niños pequeños venden globos, limpian vehículos, cantan y bailan para ganarse la vida. A veces hay dinero, a veces no. Duermen en los senderos o en chozas de lona, temblando de frío. Pero son felices. Tienen sus propias formas de divertirse. No se quejan de su situación; ha sido aceptado como vida. Esto es triste, porque no hay ningún esfuerzo por superar el estado de mera supervivencia, y su forma de vida sigue siendo básica, animal. La cámara sigue a un grupo de estos niños, destacando la ironía de su existencia despreocupada pero gravemente desesperada.