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A fines de 1958, el espadachín más famoso de Hollywood, Errol Flynn, se encontró en medio de una aventura de la vida real más improbable que la trama de cualquier película que haya hecho: la revolución cubana. Fue un clímax apropiado para la obsesión de Cuba de mediados del siglo XX con las películas estadounidenses, una fijación que llevó a La Habana a jactarse de tener más salas de cine que la ciudad de Nueva York y a los cubanos a adorar Lo que el viento se llevó y Casablanca. Sesenta años después, muchas de las salas de cine icónicas de La Habana siguen en pie, y la historia de amor de Cuba con el Hollywood clásico todavía ronda la imaginación colectiva.