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ANORA es solo un polvo en el viento, como todos nosotros

¿Cómo reaccionamos cuando la ilusión de la realidad se desintegra en nuestras manos?

En el final de Anora, la última ganadora a la prestigiosa Palma de Oro en el Festival de Cannes, Sean Baker despliega su cierre más crudo y silencioso de todos, algo que no es ajeno para este cineasta que bien sabe retratar lo duro que puede resultar vivir en tiempos modernos, pero que se distancia de aquellas ambiguas interpretaciones que supo brindar en los últimos segundos de sus obras anteriores. "La vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te puede tocar", nos decía hace treinta años Sally Field a la audiencia y a su querido Forrest, pero también hay que tener mucho cuidado con que bombón uno elige.

En el caso de su película más “grandilocuente”, Baker elige a dos personas perdidas que a su manera eligen ese bombón tan preciado que buscamos en el camino de la vida. Por un lado está Anora (o Ani como se hace llamar), interpretada por una salvaje Mikey Madison, una joven de la que no se conoce su pasado pero su presente puede que nos diga algunas cosas sobre ella. Su trabajo como bailarina exótica y cómo desde el inicio Baker glorifica la labor recuerda en parte a aquellas películas de los 90s en donde todo parecía posible. Y por otro lado, y como la mitad restante de ese ambiente en el que trabaja Ani se encuentra Vanya, un malcriado joven ruso que se despilfarra el dinero de sus padres millonarios en Estados Unidos, solo porque puede y quiere (y también como un acto de rebeldía a la poca atención que tiene de ellos).

Cuando me refiero a que Anora (la película, no el personaje, aunque probablemente la intención de Baker haya sido amalgamar las dos en una sola entidad) es solo un polvo en el viento, voy al punto más esencial del viaje que significa sentarse frente a una pantalla por dos horas para ver una película: su experiencia. Una que se divide en dos partes. La primera está puesta desde la fantasía de Ani, que es básicamente encontrar a alguien con plata para renunciar a su trabajo. El destino le pone a Vanya en su camino como la cara de esa fantasía, y ella accede fácilmente para poder llenar ese vacío que pide a gritos algo nuevo y refrescante: deja su trabajo, está exclusivamente "disponible" para él y lo abraza mientras él juega a la PlayStation 5. Juntos se drogan, van al masajista, recorren Nueva York con otros amigos y la vida les sonríe plenamente.

Y la segunda inicia cuando este holgazán nepo-baby que habla un inglés medio raro le propone a Ani casarse en Las Vegas (en donde tiene una suite VIP en un casino). Pero es todo parte de un juego, él solo desea eso para poder vivir en Estados Unidos y tener la ciudadanía, porque vive bien con el dinero de sus padres sin hacer nada y no quiere volver a Rusia para trabajar en la empresa familiar. ¿Acaso Ani es tan ingenua de creer en este amor? Es a partir de ese momento que ‘Anora’ se transforma en otra película completamente diferente. Una experiencia digna de los Hermanos Safdie, de otro Sean Baker, uno que conocía.

La película navega, metafórica y literalmente, por rincones innecesarios sólo para poder llegar a una resolución en la que se termina de conocer - en cierta manera - a su protagonista, y en parte no. Cuando los padres de Vanya descubren que su hijo se casó no solo con una norteamericana, sino que también con una “prostituta” (lo digo así solo para desmerecer el término que le ponen, aunque yo preferiría trabajadora sexual), es ahí en donde cambia su tono. Pasa a ser una suerte de road movie, una película histérica y repetitiva, pero más realista que en la primera mitad. ¿Cuá fue el propósito de Baker al darle vida a Anora?, me sigo preguntando varios días después de haberla visto. ¿Habrá sido darles más humanidad a las trabajadoras sexuales? ¿Desmitificar el sueño americano? ¿Empaparnos de ilusión y cachetearnos con la verdad?

Existen muchos aciertos, a pesar de mi decepción. Baker no se traiciona a sí mismo para darle cierta espectacularidad a su relato, se apoya en la improvisación y en la sorpresa que puede generar en las demás personas el simple hecho de apoyar una cámara en el hombre de su DF y caminar por ahí para retratar la realidad, y deja que todo fluya, sin temor, sin vergüenza. Mikey Madison le da vida a una persona que en apariencia tiene todo controlado, las demás la respetan y hasta le contesta con soberbia a su jefe. El resto del casting se siente genuino, para nada artificial. No existen límites para este director obsesionado con reflejar historias poco contadas, pero mi principal desamor con ‘Anora’ fue paradójicamente ese: su historia.

Sencillamente no la pude comprar. Una 'Mujer Bonita' remasterizada en tiempos de Tik Tok que al cruzarse con un enajenado y joven príncipe encantador pierde toda decencia posible para vivir una vida llena de nada. No Baker, perdón, adoro tu visión cruda de la vida, pero en esta no estoy con vos. En el final, y sin ánimos de spoilear, puede que haya sentido algo. Puede que se me haya deslizado un “uh, que mal che, que lástima haber vivido todo esto”, pero el cine es un espejo. Puede ser casi tan sanador como una sesión de terapia, nos puede mostrar un costado revelador de nuestras vidas, incluso sin contarnos la misma historia.

¿Quién es Anora, qué quería específicamente para su vida, qué terminó encontrando y que aprendió, si es que aprendió algo? Las preguntas me las llevo a la tumba, cuando sea sólo un polvo en el viento, como lo es Anora, como lo es su película, y como somos todos nosotros.


POR JERÓNIMO CASCO

Publicado el 30 de DICIEMBRE del 2024, 13.40 PM | UTC-GMT -3


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