Leyendo “New directions in european cinema”, un artículo de John Orr publicado en el excelente libro sobre cine europeo editado por Elizabeth Ezra en 2004, me sorprendí al descubrir que en el año 1997 Gary Oldman dirigió una película de extraño nombre: Nils by mouth. No solo eso, sino que en su artículo Orr la considera lo suficientemente relevante como para construir una compleja teoría sobre el devenir de la estética del cine a fin del siglo pasado.
Gary Oldman es una eminencia del mundo de la actuación al menos desde hace treinta años, pero además, gracias a una acertada elección de proyectos, es también una estrella. Y si bien ya lo era en los noventa, su interpretación como el incorruptible Comisionado Gordon en Batman begins (Christopher Nolan, 2005) lo terminó de convertir en una celebridad. Atrás quedaban papeles infinitamente más interesantes en películas como Meantime (Mike Leigh, 1983), Sid and Nancy (Alex Cox, 1986), Rosencrantz y Guildenstern están muertos (Tom Stoppard, 1990), León, el profesional (Luc Besson, 1994), y por supuesto, la obra maestra de Francis Ford Coppola, Bram Stoker’s Dracula (1992). Con su interpretación del Conde más temido del planeta, Oldman alcanzó la categoría de ícono cinematográfico, y se sumó al reducido grupo de actores (sólo cinco entre decenas) que realmente le hicieron honor al personaje de Stoker: Max Schreck (el Nosferatu de Murnau), Bela Lugosi (el Drácula de Tod Browning), Christopher Lee (el Drácula de la Hammer) y Klaus Kinski (el Nosferatu de Werner Herzog). Y si bien cada uno de estos intérpretes logró subyugar a la audiencia con recursos distintos, es probable que la versión de Oldman sea la única que consigue generar empatía al mismo tiempo que aterroriza. El talento de Oldman alcanza ese grado, ya que sin importar el personaje, el género o el registro, como actor siempre transmite lo mismo: verdad.
Con estas inmejorables credenciales, a finales de los noventa Oldman tomó la decisión de dirigir una película, algo que no repitió hasta la fecha. El paso a la dirección para los actores con experiencia suele generar obras interesantes, ya que el ABC de la historia del cine nos dice que no hay buena película con mala actuación, y el director-actor suele tener conocimiento y facilidad para guiar a los intérpretes. Respecto a lo que adolecen en su formación, es decir, la parte técnica de la realización cinematográfica, pues bien, como dijera Orson Welles en más de una ocasión, «eso se aprende en un fin de semana». Bueno, tal vez no exactamente en un fin de semana (aunque quizás Orson sí haya tardado eso, pero no está de más recordar que él era un genio), pero ciertamente puede adquirirse con el correr de las películas realizadas. El mejor ejemplo de esto es la obra de Rainer Werner Fassbinder, uno de los cineastas claves de la renovación que sufrió el cine alemán en la década del setenta. Fassbinder era actor y dramaturgo, y en su carrera como director uno puede observar la forma en que su puesta en escena se vuelve más compleja e interesante con cada una de sus películas. Sin embargo, volviendo a Oldman, la dirección de su primera y única película no solo es notable en lo que concierne a la dirección de actores, sino también en el audaz planteo de narración audiovisual.
Nil by mouth es un retrato de una familia del sur de Londres, y tiene todos los componentes necesarios para conectarse con la tradición de cine social británico: representación de la clase trabajadora, puesta en crisis de las instituciones, violencia y alienación. Esta herencia se remonta desde los documentales de John Grierson de la preguerra, hasta la obra de Ken Loach, activo en la actualidad a sus 88 años. Y en el medio de esas dos puntas, destacando entre los nuevos cines de la década del sesenta, encontramos los “kitchen sink dramas” realizados por los angry young men (John Osbourne, Tony Richardson, Karel Reisz, etc). Sin dudas Nil by mouth es también un “drama alrededor de la bacha de la cocina”, ya que el ámbito del hogar es el campo de batalla donde se dirimen las tensiones del matrimonio formado por Ray (Ray Winstone) y Valerie (Kathy Burke). Otros personajes centrales de este clan son Billy (Charlie Creed-Miles), hermano de Valerie y cuñado de Ray, y Janet (Laila Morse), madre de Valerie y Charlie, y suegra de Ray.
Ray es el patriarca de la familia, y desde la primera imagen de la película –un plano medio de Ray acodado en una atestada barra de pub esperando que tomen su pedido– sabemos que tiene consumos problemáticos. Es un hombre de treinta años, macizo y de mirada desafiante (marca registrada que Winstone construyó en su carrera previa y posterior), alguien a quien sus allegados permiten que les haga burla, pero que jamás van a arriesgarse a devolverle ese tipo de trato. Ray es un padre de familia, tiene una hija pequeña y su mujer está embarazada; es de clase trabajadora aunque no lo vemos trabajar en toda la película, no porque la película elija no mostrarlo, sino porque Ray es un obrero independiente que decide cuándo trabajar y cuándo no, y aparentemente en este período de su vida no quiere hacerlo. El otro personaje masculino central es Bill, un joven desempleado adicto a la heroína. Estrenada un año después que Trainspotting (Danny Boyle, 1996), la película de Oldman no romantiza en lo más mínimo la epidemia de consumo de heroína que asoló al Reino Unido desde la década del ochenta. Bill es un pobre pibe, cuya vida se resume en conseguir dinero para comprar la próxima dosis. Y más allá del sufrimiento que causa en su entorno, lo interesante es la naturalidad con que su familia se resigna a sostener su adicción. Ray y Bill están atrapados en una profunda trampa de identidad masculina que, potenciada por un cóctel de alcohol y drogas, los arrastra gradualmente hacia el vacío. Su accionar está lleno de actitudes miserables, y funciona como un escudo imaginario para protegerse del sinsentido que encuentran en sus respectivas vidas. Esta estrategia, como es de esperar, conduce a sendos desastres. Respecto a los personajes femeninos, Valerie y Janet, llevan la peor parte en esta historia. Son aquellas que soportan, contienen y sufren a estos hombres rotos. Valerie es víctima de la violencia de Ray, y aún así elige seguir a su lado. Janet sostiene materialmente la adicción de su hijo, pero el amor que siente por él desarma rápidamente cualquier arranque de furia. Son personajes frustrados, pero inteligentes y con gracia. Uno entiende fácilmente la dinámica de dependencia que sienten esos hombres hacia ellas.
Oldman, como director, se muestra profundamente interesado en sus personajes, y su búsqueda radica en situarnos bien cerca de ellos. En este sentido es notable el trabajo de cámara que realiza, una puesta en escena construida a partir de la potencia del uso de los lentes teleobjetivos. En palabras de John Orr, “a telephoto mise-en-scène”. Por medio de este recurso, Oldman transmite una urgencia constante, a la vez que utiliza el rostro de sus actores como principal punto de anclaje durante toda la historia. Las locaciones reales, que son los espacios de sociabilidad propios de la clase trabajadora inglesa –los pubs, las calles del centro de Londres, los complejos habitacionales, las lavanderías– se presentan mediante breves planos de establecimiento que rápidamente dejan lugar a los planos medios y primeros planos con que se articula la mayoría de las escenas. El otro elemento fundamental son los diálogos. Oldman no solo quiere que observemos de cerca a sus personajes, sino que también los escuchemos con atención. Anécdotas que no conducen a ningún lado, recuentos biográficos de personajes que no aparecen en la pantalla, desahogos emocionales propulsados por el alcohol. Oldman construye una poética a partir de estas largas escenas de diálogos, en las que se percibe la obsesión por un realismo que evidencie el hastío de lo cotidiano.
Por más que sea poco conocida, Nil by mouth no es una rareza. Es británica en esencia, y pone a Gary Oldman a dialogar con directores ingleses de la altura de Mike Leigh, Terence Davies y Stephen Frears, entre otros. Incluso puede verse como parte de la renovación que plantearon directores más jóvenes, como Lynne Ramsay, Danny Boyle y Michael Winterbottom. Todos ellos compartieron a fines del siglo pasado el deseo de explorar un espectro más amplio dentro del clásico registro social británico. Todos ellos, más allá de sus temporadas en Hollywood, reivindican su país de origen como lugar de pertenencia estética.
Eso quedó demostrado en 2018, cuando Gary Oldman, finalmente, fue galardonado con el Óscar a mejor actor por su interpretación de Winston Churchill en The darkest hour (Joe Wright). En su discurso de aceptación dijo: «El cine, tal es su poder, cautivó a un joven del sur de Londres y lo hizo soñar. Me gustaría agradecer a mi madre que es mayor que el Oscar. El próximo cumpleaños celebrará 99 años, y está en este momento observando esta ceremonia desde la comodidad de su sofá. Mamá, gracias por tu amor y por tu apoyo. Pon la tetera a hervir, estoy llevando a Óscar a casa».
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