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Femme Fatale, del más honesto de los estafadores

El trailer francés de Femme Fatale de Brian De Palma mostraba “toda” la película a altísima velocidad. Extraordinario trailer, de esos que no se parecen a otros, es decir un trailer singular, una verdadera excepción en este siglo -Femme Fatale es de 2002- pero que solía ser más frecuente en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado (ver, por ejemplo, los trailers de las películas de Alfred Hitchcock, el lógico y merecido dios de De Palma). Hoy en día hasta los trailers de películas han perdido originalidad, pero esos son otros asuntos.

Dejemos el trailer y los trailers y vayamos a Femme Fatale, una película alucinante, y no suelo usar ese término. De Palma es apasionado, un zarpado, un alucinado, un chiflado, un enamorado del cine que ha jurado fidelidad eterna a la energía de la narración en sonidos e imágenes en movimiento; ese movimiento, además, que puede darse a distintas velocidades. El juramento se renovaba en Femme Fatale, un cabal acto de fe en la narración como diversión. Y que se consagraba también a la tercera acepción de “diversión”, una acepción militar: acción de distraer o desviar la atención o fuerzas del enemigo. ¿Cuál sería ese enemigo? el cine con un propósito, el cine hecho para comunicar una consigna, para embanderarse con alguna causa que en el ahora simula ser urgente y que en un par de años se reemplaza por otra igualmente urgente y que se piensa eterna. Quizás esto sea una hipérbole, pero en Femme Fatale de De Palma las imágenes y sonidos eran un fin en sí mismo, como solían ser las palabras para el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante.

De Palma es, parafraseando a Roland Barthes, un écrivain cinematográfico, alguien que no usa el cine para relacionarse con el mundo y sus bemoles sino que es un artista que “absorbe radicalmente el porqué del mundo en un cómo escribir” (en un cómo filmar). El alimento principal, o casi podríamos decir la monodieta de De Palma para Femme Fatale, fue el cine. Como siempre, Alfred Hitchcock, Alfred Hitchcock y Alfred Hitchcock. Y, como nunca, él mismo, Brian De Palma, a partir de lo cual construyó su película campeona en autorreferencialidad, su película más depalmiana, cargada de su propio estilo al cuadrado.

Femme Fatale comienza con un fragmento que se ve, que alguien ve, de Pacto de sagre (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944). Así, nuestra protagonista, nuestra mujer fatal, deberá superar la perfidia de Barbara Stanwyck. El osado De Palma y sus objetivos desmesurados, su voracidad cinéfila y sus deseos de abrazar y abrasar el cine, o más bien cierto cine, el que él recorta. Así las cosas, o así la cinefilia o el consumo de imágenes clásicas, Laure Ash (Rebecca Romijn) comienza a ser visible como reflejo dentro la imagen del film noir de Wilder. Un espectro dentro de otro, o de otros. Si la complicación, la complejidad, los reflejos y las cajas chinas son armas depalmianas probadas muchas veces, en Femme Fatale el arte de ser retorcido llega a su expresión más feliz, a la consecución de una obra de pura sofisticación a partir del elemento que popularizó al cine de los orígenes: su capacidad de asombrar. También, claro, su potencia para fascinar. Sin embargo, a principios de siglo, los juegos de luces reflejadas y multiplicadas del gran simulador Brian De Palma ya no eran un espectáculo popular y masivo sino un cine para “entendidos”, un cine de minorías (el western y el jazz habían recorrido el mismo camino). A este desastre hoy podemos sumar otras caídas, porque lo que “funciona” en las salas de cine se reduce a cada vez menos opciones.

Femme Fatale, producida por Francia, Suiza y en tercer lugar por Estados Unidos, debió haber sido un éxito mundial pero, en fin, no lo fue. De Palma había logrado muchos grandes éxitos en el siglo XX, pero ese era el pasado. Y, otra vez, volvamos a la película, en la que luego de un combo de secuencias a cual más virtuosa y sinuosa, en las que se detalla el robo más sofisticado posible en los rubros imaginación y sensualidad, vemos a la esplendorosa protagonista viajar en auto. En la ventanilla se refleja la Torre Eiffel. Así, se presenta París, el escenario de lo que resta del film, unos poderosos eventos que se suceden a siete años de distancia (ver para creer en el asombro, o no creer nada de nada y aun así divertirse). Antes de la ciudad luz, De Palma se da el gusto (Femme Fatale logra convertir una serie de caprichos en creación excelsa) de armar una gala de apertura de Cannes y de arruinarle –literalmente, apagarle– la proyección de Est-Ouest a ese director temible llamado Régis Wargnier, el último o el anteúltimo de los qualité (el mismo de Indochina). Con Femme Fatale, De Palma se había vuelto el más honesto de los estafadores, el creador del thriller moderno más parecido al cuento clásico jamás realizado. Para llegar a la mayúscula sorpresa no trampea, llena su película de indicios, de pistas, de interrogantes dedicados al espectador atento y al reincidente (¿qué hace esa pecera desbordándose?, ¿por qué el ex cómplice afirma no haberla encontrado jamás?, ¿no hemos visto antes al vendedor de cigarrillos?). Finalmente, un audaz golpe de timón deshace la historia y deja en pie el relato e insufla de una vitalidad extraordinaria al cine, a ese cine que extrañamos. Ese final, además, ponía de manifiesto, además, que para un depalmiano no podía haber nada mejor que ver al director (de) Demente asumir su lugar de dios y reconsiderar la suerte de su creación, dándole a la mujer el poder de reescribir la historia (buena parte del relato ya está escrito y lo hemos disfrutado en el trayecto). El gran Brian, gran voyeur, creía y nos hacía creer en el poder de seducción y de destrucción de la fatalidad femenina envasada en la seductora violencia de Laure. La secuencia en el subsuelo del bar no solamente servía para exhibir una sublime performance erótica sino también para mostrar el manejo del poder (aprenda, La sustancia). La vieja telaraña manipuladora de la Stanwyck pero sexualmente más explícita. No contento con demostrar el poder de la luz del cine al filmar así a Rebecca Romijn, el creador De Palma terminaba la secuencia con una pelea de sombras. El dios De Palma manejaba todo con habilidad demoníaca, desde el sol hasta las tinieblas. Femme Fatale quizás haya sido la prueba definitiva de la existencia de obras maestras producidas a pura megalomanía.

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