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Si no se muere, no hay melodrama

Spoilers

Parece taxativo, y lo es. Si no se muere, no hay melodrama. Y si bien es también cierto que no hace falta que muera uno de los personajes para que el melodrama suceda, la muerte suele ser una de sus piezas finales. Y fatales. De allí, el fatum griego: la tragedia y las derivas de un argumento que llevan a cumplir con el destino. Como si éste estuviese prefijado. Y esto es cierto, se puede corroborar. El destino existe, y el cine lo atestigua: porque se trata de urdir el tejido de un relato, de encastrar a sus diversas piezas, para que consigan ese efecto trágico, de desenlace inevitable. Una sucesión argumental perfectamente calculada y trazada en la forma de un guion. Algo que todo buen escritor sabe, más aún si leyó a Aristóteles y su Poética, en donde el filósofo refiere las maneras con las que producir una bella obra.

El destino, entonces, es artesanía narrativa. También algo más.

No es un algo pequeño, es inmenso. Este destino, dolido, es metafísico, ya que el argumento que encamina a los personajes hacia la muerte es consecuente con el sendero mismo de la vida. Entonces, el cine es como la vida; más todavía si se contagia de esta real angustia. Por eso, el desenlace fatal de la tragedia toma relevo en el melodrama. Éste (re)articula para sí la artesanía narrativa griega y lo que ésta ponía en juego: una cosmovisión, una mirada de mundo que asumía el destino final que toca a cada quien, según sus decisiones.

Lo que hizo el melodrama, contagió en mayor o menor medida a tantas otras películas de géneros próximos y lejanos. En otras palabras, el melodrama es cine puro.

No es culebrón

No, el melodrama no es un culebrón rizomático, lindante con el paroxismo. El melodrama no tiene que ver con las historias enrevesadas de amores imposibles, que terminan enmarcadas en un corazón. El melodrama es la persistencia en aquello que se sabe lejano, casi próximo pero inalcanzable. Justo cuando se lo tiene cerca, se escapa, se diluye, para persistir de manera indeleble. Siempre hay algo que avisa, siempre hay alguien que alerta. Lo que se quiere, lo que se desea, no está exento de dolor. El desenlace se asume de antemano, y su aire de angustia se respira de modo prematuro. Por eso mismo, se lo persigue. De esta manera, Edipo. De igual manera, Walter Neff (Fred MacMurray) en Pacto de sangre (Double Indemnity, 1944, Billy Wilder) o Fernando de Arellano (Hugo del Carril) en Más allá del olvido (1956, Hugo del Carril).

De acuerdo con este planteo, ¿qué sucedería si Walter Neff no muriese? Habría culebrón o policial romanticón, pero no cine noir. Y éste, como condición esencial, es melodramático. Walter narra mientras muere. Vive muriendo, diría Heráclito. Y lo sabe. Cuando recuerda, Walter revive: la luz del día vuelve a teñirlo todo, y las sombras de a poco lo invaden. Walter invoca la seducción de la femme fatal (Barbara Stanwyck), y accede a asesinar a cambio de sexo (y dinero); pero se queda con nada. Solo, y sabiendo que muere. Pacto de sangre finaliza como inicia: con la muerte de Walter Neff.

En otro orden, lo mismo con Fernando de Arellano, a quien le duele en el alma la pérdida de su amada, a quien cree reencontrar en otra mujer (Laura Hidalgo). Tan parecida, tan cercana a quien ya no está; pero allí cuando todo parece encajar, cuando el afecto asoma tal como era, ella muere. Si no muriese, ¿de qué película estaríamos hablando? No de un melodrama. Tampoco de una obra maestra. Más allá del olvido es las dos cosas. Y se adelanta a Vértigo (1958), en donde Alfred Hitchcock narra de forma también magistral la misma historia: perseguir un fantasma para quedar loco, aun a sabiendas del destino que espera.

En otras palabras, acceder a amar. ¿Qué es el amor? Es el melodrama. Es el exceso, el desespero por poseer lo que no se puede. Una posesión semejante sería, en todo caso, transitoria, casi una alucinación. Como la que sufre James Stewart en Vértigo: ¿qué (y no quién) es Madeleine? Una idea, una fantasía; es la construcción simbólica de una mente afiebrada. Madeleine no está en ningún lugar, y Hithcock lleva esta idea a un extremo aún mayor que Hugo del Carril. Vértigo y Más allá del olvido dialogan entre sí y postulan la muerte como condición sine qua non de sus films. Sin ella, habría posibilidad de alcanzar algo así como la felicidad. ¿Qué es la felicidad? ¿Un happy end?

Las apariencias y la verdad

La insistencia por poseer lo que se escapa bien puede alcanzar otra dimensión. Tal como lo llevó adelante en su cine el realizador Douglas Sirk, el gran maestro del melodrama. Más allá de muchas de sus piezas maestras, como Sublime obsesión (Magnificent Obsession, 1954) o Escrito sobre el viento (Written on the Wind, 1956) -cualquiera de las cuales aplican a lo que hemos referido-, destaca Imitación de la vida (Imitation of Life, 1959), en donde la hija mantiene lejanía con la madre por el color de piel. Ella (Juanita Moore), que oficia casi como madre postiza de una hija ajena, no puede demostrar el mismo cariño hacia su propia niña, ya adolescente, quien reniega del color de su piel. El color algo claro de su tez la vuelve cercana a los afectos del entorno blanco, bajo un hechizo que se rompería de conocerse su verdadera progenie.

Lo que logra Sirk es enorme, son pocas las películas que logran decir tanto -ésta es una de sus muchas aristas argumentales, todas melodramáticas-, en relación a su época y a tantas épocas más; todavía tiene mucho por señalar Imitación de la vida. Cuando el desenlace alcance al argumento, y la reunión entre madre e hija sea posible, será fatalmente tarde. Solo así podrá percibirse el amor y el dolor; lo que se tuvo, pero ya no; es en la ausencia cuando lo valioso se demuestra en su esplendor. Una paradoja existencial, algo que el cine -o ciertos directores- puede plasmar.

Alma de héroe

Quien tiene al melodrama encima y solo cuando lo asume logra sus mejores resultados, es el mismísimo Batman. ¿Podría alguna vez cazarlo/casarlo Catwoman? Sí, pero no. ¿Podrá alguna vez Batman hacer lo propio con ella? Sí, y tampoco. Es en ese vaivén donde sucede el goce mismo, el de la seducción de lo que se promete, el de la lejanía cuando esto amenaza con concretarse. De lograrse lo que se ansía, ¿qué perseguir? Batman no puede ni podrá concretar nunca su pasión, Catwoman tampoco. Es lo que sucede en Batman Returns, cuando ella (Michelle Pfeiffer) lamente (¡lo lamenta!, qué gran actuación la de Pfeiffer) el amor que siente por él (Michael Keaton). Ella, muere. O no, de acuerdo con las varias muertes de un gato.

Pero, ¿qué pasaría si se casaran o algo así? No habría más Batman; curiosamente, es éste el destino que le augura Christopher Nolan en The Dark Knight Rises (2012): si algo puede aseverarse de su Batman es que no es, justamente, melodramático. Por ende, es el Batman de Tim Burton el romántico. Pero no por mandar flores o tarjetas postales, sino por asumir el dolor enorme de saber que el amor es un imposible, y es por eso que lo intenta. Solo, en su morada de Drácula, el Batman de Burton -como Edward Scissorhands- confunde visiones en una necesaria nocturnidad, que es la del alma. Allí donde se revela el atisbo de un afecto que tuvo o podría recuperar. Para volver a perderlo.

Leandro Arteaga

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