Manhattan Sur: El eterno retorno a la guerra

Una de las acusaciones más injustas en el cine es la de señalar a Michael Cimino como el culpable del fin del New Hollywood. Los períodos, fenómenos y movimientos no se acaban por culpa de un solo director, pero sí resulta sencillo atribuirle a una persona la conjunción de diversas variables, que son las que sí explican la culminación de una era, de la misma manera en la que se inicia y se desarrolla. El proyecto faraónico de Las puertas de cielo (1980) comprendía varias aristas, que, puestas en una sola película derivaban hacía un camino de fracaso: película de época, con una duración de más de tres horas y un rodaje más allá del caos. Apocalipsis Now fue una anomalía como éxito en el cielo de las películas arrebatadas por el desconcierto. Después de semejante desastre era incierto saber qué podía deparar de la carrera de Cimino, en una época en la que se filmaba rápido y en la que los directores en la industria podían pasar de un proyecto a otro velozmente, cinco años resultaba muchísimo en términos de distancia entre una producción y otra. Ese es el tiempo que le tomó regresar al director, de la mano de Oliver Stone y Robert Daley (como guionistas).

Lejos de la épica suburbana e histórica, la trama de Manhattan Sur (Year of the Dragon, 1985) se ubica en el corazón de la Chinatown de Nueva York, donde los cimbronazos a un sistema de triadas tradicionales sucumben los límites establecidos, tanto violentos como geográficos. El primer hombre que aparece en escena es Stanley White (el mejor Mickey Rourke), un capitán de policía transferido de Brooklyn, después del asesinato de un importante jefe chino. White no cree en los acuerdos previos de la mafia china con la policía, es por ello que la única negociación se circunscribe a un ultimátum para cesar con los negocios espurios. Del otro lado, White tiene un personaje espejado: Johnny Tai (John Lone), un joven jefe de triada ambicioso por modernizar el sistema: bien fortalecido en su aparato de “guerra”, débil por sus proyectos desmedidos, que incluyen incrementar la venta de heroína.

Manhattan Sur es un western; White es el nuevo sheriff en la ciudad, un forastero sin miedo y con un objetivo claro para acabar con un mal. Al igual que muchos otros sistemas establecidos, el de la mafia parece indestructible porque puede acabarse con los hombres, más no con los valores siempre prestos para tener representantes. En otro frente, otro sistema: la policía, que también muestra su doble cara, que por un lado exige resultados y por el otro quiere pulcritud en el desarrollo. White es el policía más condecorado de la ciudad, casi como tarjeta de presentación se encarga de decirlo en más de una oportunidad, sin embargo, sus formas son explosivas y con esquirlas que impactan sobre él mismo. A diferencia de un personaje duro de un western, tiene mucho para perder.

Del lado de Brooklyn, su matrimonio pende de un hilo en lo que puede considerarse como un cliché sostenido por una variación de ese lugar común del policía que no presta atención a su pareja y está consumido por el trabajo, aquí White es un hombre roto porque en esta faceta expone su humanidad carcomida por el infierno de la guerra, como veterano de Vietnam todo el resto de su vida será un intento de supervivencia en un mundo ajeno. En el círculo íntimo se suma Louis Bukowski (el enorme Raymond J. Barry), que en su figura abraza ambos mundos de White porque es su amigo de toda la vida -incluso vive frente a su casa, en el mismo barrio- y, a la vez, es su superior. Dentro de Chinatown también hay un pie sentimental para el protagonista, al llegar conoce a una joven periodista, Tracy Tzu (la modelo Ariane), también ambiciosa por obtener la historia periodística que relance su carrera.

Más allá de la imposibilidad de Stanley por encausar un vínculo humano sano, las diferencias dadas durante la escalada de esta relación se incrementan en simultáneo con el deseo sexual, por un lado, se hallan los cruces de objetivos personales y por otro, los culturales. La autodestrucción es la única senda lineal de un héroe gris, en sus brotes quijotescos expele honestidad mientras que en sus momentos calmos desnuda sus falencias humanas. “Yo soy polaco”, dice en varios pasajes y de allí puede desprenderse la idea acerca de una Nueva York construida solo por inmigrantes, quienes se dividieron un territorio fracturado por la codicia dominante, paradójicamente teñido por el lema de libertad sintetizado en “el sueño americano”. Las acciones directas tienen consecuencias fatales en Manhattan Sur, Stanley es una locomotora sin control, en su paso no hay puntos de fuga hacia los costados, solo hay un trecho angosto progresivo hacia la destrucción. El asesinato de su mujer y de un joven policía chino al que infiltró en un restaurante de Joey Tai tallan de manera indeleble lo que resta de él, ya no hay motivos para vivir y sí los hay para morir.

En el cine de Cimino hay personajes ambiguos, pero su cine es un martillazo directo sin medias tintas, así lo demuestran cada una de sus muertes cuyos impactos están en la crudeza, lejos de una voluntad por mostrar gráficamente la violencia, el manifiesto es poner en el llano como lo hacía Coppola en la famosa secuencia de montaje alterno entre el bautismo del sobrino de Michael Corleone y el asesinato de los traidores. La sangre sale de un orificio como si fuera una canilla abierta, el desgarro en los cuerpos no tiene retorno y el impacto en los que quedan es imborrable. Desde el cuchillazo en el pecho del jefe chino en el restaurante, el único mecanismo posible es la violencia, solo resta saber el nivel y el alcance. La policía sucumbe ante el miedo a que un derrame, por eso la intervención tras la muerte de dos turistas en un restaurante de Chinatown.

Es tentador atribuirle el salvajismo a la mente de Oliver Stone, que en un par de años antes había escrito el guión de Caracortada (Scarface, 1983), como si fuera poco. Áspera como pocas películas de los 80, Cimino se pone el traje de William Friedkin para llevar las ondas refractarias de Vietnam a la urbanidad más profunda. Como William Petersen en Vivir y morir en Los Angeles (To Live and Die in LA, 1985), Mickey Rourke es la prueba viviente de un héroe atravesado pzor los infiernos, la ternura y la rectitud como modelo único posible, y a la vez imposible, porque si bien en su mente no cabe la opción de una mafia dominante, la realidad lo golpea ferozmente en ese intento de una cruzada inédita: que un solo hombre acabe con un sistema milenario, como son las triadas. En ambas películas el final presenta una amargura que baña a todos los personajes que quedaron en pie, en la aparente reparación en ciernes yace el dolor, aún así en un intento por seguir adelante la rueda del mal sigue su curso: nada cambia, en todo caso todo se transforma. Así termina Stanley White, con una nueva oportunidad bajo un reseteo. La policía, la mafia china, la ciudad de Nueva York, la muerte, la violencia y el infierno siguen allí inmutables.

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