La primera escena de As Bestas (2022) es una obra maestra de la tensión. Un grupo de hombres está sentado alrededor de una mesa de cantina rural, lo que en Argentina llamaríamos almacén o pulpería. El pulpero está allá, en la distancia, como el sol que se mete por las aberturas y penetra el interior oscuro, polvoroso y hediondo donde estos hombres rústicos de campiña hablan. En verdad, el que habla es uno solo: Xan (el impresionante Luis Zahera), un hombre maduro que esconde en su discurso espaciado una rabia y una violencia al filo de la erupción. La densidad del aire puede cortarse con un cuchillo y el silencio entre las frases de Xan son menos una invitación al diálogo que una incitación a que alguien lo desafíe, a que alguien le dé una excusa para desatar su furia contenida.
Del elenco de personajes que escucha a Xan solo hay dos que podrían desafiarlo y él lo sabe. Uno es un viejo habitante del pueblo en el que transcurre toda la película, un lugar indeterminado en la región montañosa de Galicia que remite a Orense, el sitio donde aconteció el crimen que inspiró el guión. El otro es Antoine (Denis Ménochet), un voluminoso agricultor francés que vive no hace tanto en el lugar, y que se dedica a la restauración de casas abandonadas y a la venta de los frutos de su huerta de escala familiar. La tensión precede al motivo: todavía no sabemos (y lo iremos sabiendo de a poco) el origen del disgusto y el rencor de Xan, ni por qué está dirigido sobre todo a Antoine. En esa primera escena, que sienta el clima de tensión permanente de toda la película, lo único que se sabe es que ha habido una gran desacuerdo sobre el destino común del pueblo y que las repercusiones personales que derivaron de él no se han digerido, no se han resuelto, y la violencia latente en torno a ellas no ha dejado de acumularse.
Pero el director Rodrigo Sorogoyen ha antepuesto un prólogo que induce algo. Es la secuencia, en cámara lenta y plano corto, de la tradicional “rapa das bestas”, una celebración tradicional de la región donde un grupo de hombres atrapa caballos salvajes sin lazos, con su propias manos, para marcarlos y recortarles las crines y la cola. Es una escena de forcejeo corporal en el que hombres y caballo se confunden y se hermanan en su condición animal, de bestias. Y que Sorogoyen pone ahí como introducción a la pulseada permanente entre Xan y Antoine, y también como anticipo de la resolución criminal de esa confrontación.
Toda la primera parte de la película se trata de la tensión y distensión de ese vínculo, mientras vamos descubriendo su lógica y sus razones. El crimen en que se inspiran Sorogoyen e Isabel Peña (coautores del guión) sucedió en 2010 y fue resultado de una larga disputa entre una pareja neerlandesa y una familia gallega, que en la película se abrevia en el lapso de pocos meses. Antoine y su esposa Olga (una notable Marina Foïs) se ha relocalizado en esta región gallega a contrapelo de la desertificación social que vienen sufriendo las poblaciones rurales de toda Europa. Se han asentado allí para cultivar de manera agroecológica y hacer su aporte para la regeneración de la comunidad local: venden en la feria, reconstruyen casas abandonadas para invitar a otras parejas a lo que ellos han hecho. Y, fundamentalmente, se oponen a que una empresa de generación de energía eólica compre el pueblo para asolarlo y dedicar sus extensiones para poner hélices.
En el terreno lindero viven los Anta: Xan, su hermano Lorenzo (que sufre un letargo mental, producto de la patada de una animal) y la madre de ambos. Son personas empobrecidas y brutalizadas por el trabajo y por la poca retribución económica y social que les ofrece. Crían animales y beben por la noche, lamentándose por no haber podido vender sus tierras a la compañía que les ofrecía un dinero con el que asentarse en la ciudad. Es apenas una ilusión, pero Xan defiende su derecho a vivir esa ilusión: una discusión mano a mano con Antoine en la barra de la cantina revela esa ambigüedad, entre la magra oferta (el dinero que ganaría Xan por abandonar su tierra le alcanzaría para ir a la ciudad y comprar un taxi, nada más) y aún así quererla en comparación a la realidad pobre y sin futuro de la vida en el pueblo. Otra escena magistralmente actuada, como tantas en la película.
El crescendo de la antinomia entre Antoine y los Anta resultará eventualmente en un crimen. En su carácter de thriller, la película mantiene con total eficiencia la tensión del cuándo: desde el inicio se percibe la resolución violenta, pero es imposible saber cuál será la chispa que encienda la mecha. Literalmente puede suceder en cualquier momento, y en muchas escenas. Sorogoyen administra la tensión de manera magistral, tentando al espectador a cada momento pero sin efectismos ni golpes bajos, sin grandes pendientes: la tensión nunca se va, toda quietud es aparente. Y cuando sucede produce la extraña sensación de ser algo esperable y sorprendente a la vez.
Pero esa es solo la primera parte de As Bestas. La película tiene una segunda parte donde el punto de vista cambia y la protagonista pasa a ser Olga, la viuda que busca el cadáver de su esposo y que continúa, estoica, la disputa con la familia Anta. Según declararon a la prensa Sorogoyen y Peña, ella es la protagonista desde el inicio y lo que sucede en esta segunda parte es que eso se revela plenamente. Pese al desacuerdo de su hija (la discusión entre ambas, donde afloran viejas discrepancias, es una obra dramática en sí misma, una escena que es un corto dentro de la película), Olga, que en vida de Antoine desaprobaba su actitud terca, sigue la obra de su esposo. Mientras la policía lo busca, ella hace su búsqueda individual y sigue con la huerta. Mantiene la guerra fría con los Anta; se ven a diario y se odian en silencio, mientras ella sospecha que fueron ellos quienes hicieron desaparecer a Antoine.
La pesquisa solitaria y la lucha de Olga guían la acción hasta el final. Es un tiempo que la película da para pensar en el espacio sufriente y estoico que cumplen las mujeres en estas comunidades, un sitial de sostén romantizado que a menudo maquilla las penas de personas destinadas a llorar las consecuencia violentas de los varones en disputas del poder. Para comprenderlo es clave la escena en que Olga atraviesa las barreras invisible de los dos hermanos Anta para llegar hasta la madre, su congénere. “Quítate, quiero hablar con ella”, les dice Olga mientras entra en el corral donde la señora está sentada. Allí, con toda tranquilidad, le dice que va a denunciar a sus hijos por la muerte de Antoine y que ambos irán presos. Y que ella se quedará sola, como Olga se quedó sola tras la muerte de Antoine. No es una refriega o una venganza: es una invitación a hermanarse en la pena por la pérdida de los vínculos y de una vida prometida pero nunca alcanzada.
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