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ANTOLOGIA DESORDENADA DEL CINE ARGENTINO. Hoy: La Terraza (1963)

Cuando salimos a caminar por Buenos Aires es recomendable mirar para arriba. No solo para dar con el cielo sino para toparse con las diferencias entre las medianeras, las fachadas, los arreglos y los matices de las viviendas, los edificios públicos, los palacetes venidos a menos, la desorientación de la arquitectura del siglo XXI y cierta democracia de la visión que la ciudad nos da. Con este espíritu me puse a pensar cuál era la primera película que podía elegir para empezar a escribir una serie de columnas sobre el cine argentino, desordenadas pero con la intención de que se conviertan en una antología. Y así llegué a La terraza, film estrenado en 1963. Había salido a dar una vuelta por el barrio de Boedo -nada que ver al Palermo Chico de la película- y cuando tropecé con un adoquín cruzando la calle Salcedo me acordé de aquella ciudad más lisa, barroca, modernísima y proyectada que se ve en La terraza. Pero también de la angustia que alguna vez me había causado, porque me extrañó el modo en que un momento histórico puede pensarse como circo aristocrático, como exceso de pavadas y como escasez de destino. Inmediatamente supe que la película tiene mucho para decir sobre este tiempo en Argentina; sobre el barril sin fondo de la decadencia política que maneja el gobierno y sobre cómo vivir juntos sin reducir nuestros deseos a tomar un café latte.

La película puede estructurarse así: en lo más alto de un edificio de la Avenida Figueroa Alcorta de la ciudad de Buenos Aires, subiendo el último piso por escalera, transcurre la historia de unos jóvenes de la clase alta de los años 60. Pendencieros, nacionalistas, antisemitas, jazzeros, libidinosos, aventureros y cobardes, según el caso. Como un grupo de niños rebeldes, hacen que La terraza cuente algo sobre la vida. En el transcurso de la película, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson y escrita en colaboración con Beatriz Guido, Ricardo Luna y Ricardo Becher, estos jóvenes estudiantes encarnados por Graciela Borges, Leonardo Favio, Dora Baret, Héctor Pellegrini y Marcela López Rey, entre otros, buscan hacer algo con la mezcla ardiente y existencial de la cual están hechas las personas. Un tema bien de aquellos años que puede indagarse todo el tiempo, que nunca deja de arrojarnos alguna averiguación extra que nos haga de ayuda para ver qué nos pasa. Una fiesta y una pileta con agua; esto parece ser lo que tienen, pero también hay otras cosas.

Esta terraza de Buenos Aires reúne a los que viven en el edificio cuando hace calor. Pero su aire libre y relajado se vuelve un lugar de universitarios que empiezan comiendo empanadas y, casi sin darse cuenta, terminan poniéndole un candado a la puerta, solo para asegurarse de que antes de entrar les pidan permiso. Porque mientras mantienen cerrada esa puerta también hacen pasar a algunas personas. Una de ellas es la niña Belita, que además de ser la nieta del encargado del edificio es la verdadera encargada de todo. Ella conoce a los de cada piso y se divierte con eso. Hace mandados para todos y también se divierte con eso. Cuando algo le molesta dice que no tiene ganas y se va.

La película empieza con una secuencia inolvidable de Belita subiendo en el ascensor. La niña tierna y mandona recorre el edificio parando en cada piso con cartas, diarios y otras correspondencias, que deja en las puertas de los departamentos. En cada tramo canta algún verso de una canción como, por ejemplo, “la vida está muy cara, lo dice mucha gente, hay muchos que les duele y otros que no lo sienten”. Belita dice que estas letras se las enseña su amigo Gaspar, al que también nombra como su “ayudante”. Además son socios, porque entre ambos tienen unos pequeños negocios. No porque sean asuntos poco importantes, sino porque los mantienen en secreto.

Este par de niños hace una especie de balance entre el grupo de los jóvenes que usan la terraza como salón de fiestas y los padres que se agrupan para retarlos. Entonces la película nos presenta el encuentro de estas generaciones: primero, aquellos niños negociantes y coimeros que trabajan para el resto pero también se divierten. Después, esos jóvenes que arman la fiesta por la desesperación de estar dejando de ser niños. Y, por último, los otros: los responsables, los que ya se alejaron del disfrute y la risa ingenua, de la espontaneidad que supone un día entero en La terraza con noche incluida, aunque sea por un desafío desobediente. Esos adultos que los retan porque no los entienden, o quizás porque les duele no entenderlos. Esos adultos que quieren enseñarles el deber y el comportamiento, ¿pero cómo es comportarse en una fiesta? La tensión entre libertad, responsabilidad, espectáculo y patetismo es una constante durante toda la película.

El clima de diversión varía con el tiempo, que puede medirse por las veces que Belita sube con los mandados que le piden. Whisky, café o un abrelatas. Cualquier estímulo agregado alcanza; hasta que los adultos dan un cierto ultimátum que hace que empiece el vértigo. Después de una tarde larga de música y más en la terraza, les ordenan terminar la fiesta. Pero una de las chicas hace, tal vez, un verdadero plan, uno elaborado en silencio para aparecer en el momento justo. Ella -que “da la sensación de que todo lo que mira se lo come”- se arrima a la baranda de la terraza y amenaza con tirarse.

Acá habría que frenar la glosa y dejar vivir la interpretación de cada espectador. La terraza ingresa en su zona más alegórica y se resuelve bien ajustando cuentas con el mal. Pero no es una película moralista sino sesentistamente porteña y universal. Es porteño el tono cantarino de los personajes, la vida farolera de una juventud con aires de libertad y una atmósfera de conflicto social latente, siniestro, por detrás, que cubre todo sin decir la palabra que habría que decir: peronismo. El gran ausente, el mito tácito tras todos los guiños de la película. Es como si se dijera: hace siete años que el peronismo está proscripto, su líder vive en España, hemos alcanzado un desarrollo “civil” que parece haber superado aquellos años, pero sin embargo todo sigue ominoso, previo a la tormenta. La terraza es una película sartreana y como se filmó en Argentina no puede dejar de decirse que es masottiana, cercana a las ideas del filósofo y psicoanalista porteño Oscar Masotta, porque indaga en la mala fe, la humillación, el rol de una generación, la industria cultural, la ciudad como centro y calvario de una época, el divertimento como encerrona y las clases sociales cuando luchan entre sí sin saberlo. Es una comedia política que anticipa muchos de los sacrificios generacionales de los años setenta, pero también se hermana con las diferentes “nouvelles vagues” del globo, el marxismo erótico de Marcuse, la invención de la juventud en manos de Los Beatles y la crisis general de los proyectos de vida del estado benefactor de la posguerra. Esos jóvenes no podían ser solo lo que la humanidad tenía para ofrecer a la cultura como modelo de despliegue vital. Faltaba más, pero para 1963 no se sabía qué faltaba.

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