Un maestro de escuela de sentimientos libertarios, un padre republicano, una madre católica preocupada por la salvación espiritual de su familia, un niño que ve ante sus ojos el descubrir del conocimiento, de la vida y la naturaleza en el marco mismo en que se derrumbaba la república bajo los estiletazos del fascismo.
José Luis Cuerda logra algo formidable de los cuentos de Manuel Rivas. Los transforma en una historia compacta, emocionante, aún sin el efectismo de una salida elegante. Ni en la Lengua de las mariposas, ni en su otra película del género, Los girasoles ciegos, abundan las salidas elegantes. El cine funciona como un dispositivo que narra una historia más, costumbrista, enternecedora hasta que la historia universal se abre paso agrietándola. Tarkovski hablaba que había que independizar el cine de la literatura, Cuerda hace otra cosa, nos cuenta una novela en imágenes siguiendo los parámetros de la literatura, parte de cuentos originales que formaban trozos cual mosaico entreverado, para transformarlos más que en un collage, en un tapiz. No es una foto, es un ecosistema social donde se plasma el conjunto de la vida social humana.
Usualmente se presenta la disyuntiva, falsa por demás, entre un cine de entretenimiento o un cine de culto. Como si el cine de culto no narrara o entretuviese, como si el cine de género no pudiese ser preciosista. En el cine, como en casi cualquier arte, no se trata tanto sobre qué se narra sino en como se hace. La lengua de las Mariposas funciona bien a modo de ejemplo. No es una gran historia épica, ni ocupa una centralidad en los sucesos políticos que sacudían a la II República. Es una historia de provincias, una historia de un maestro y sus estudiantes, de sastres y católicos ultramontanos. Pero en ese minimalismo, en ese deambular de una historia entre tantas, yace en su partícula más profunda, la más íntima de las agonías de la historia universal.
"La música tiene que tener el rostro de una mujer a quien enamorar", decían. Porque la vida siempre va torpedeando posibilidades incluso hasta en el más adverso de los escenarios. Toda la película es un camino al precipicio, del cual anhelas que puedan escapar, que no caigan, que no se desmoronen en el peor y más profundo de los fosos sociales. ¿Acaso no se ve brotar el amor adolescente? ¿Acaso no se ven celebraciones y fiestas? ¿Acaso no está el maestro reproduciendo hasta en sus posibilidades más íntimas las potencias del conocimiento en sus estudiantes? Difícilmente pueda aspirarse a una visualización del futuro más concreto sino es partiendo desde esas bases.
Pero al final, lo esperado se vuelve inesperado. Enfrascados en la historia anhelamos esa salida elegante que la película no puede transmitirnos sin falsearse. Cuerda nos pone frente a los cánones habituales del cine comercial, pero nos ofrece una sacudida acorde y coherente a ese drama universal en ese pueblo de provincias, un final que se vuelve inesperado por lo profundamente antipático al sentir del público. No es para menos. El compromiso emocional, la dinámica de la historia, las aspiraciones de los personajes reclamaban una suerte distinta de la que la historia misma podía ofrecer, reclamaban una resolución del conflicto que la tragedia estaba lejos de poder brindar.
Resulta precioso ese contraste donde Cuerda plasma, ante la inmediatez del final, esos dos niveles presentes en la historia. En el mismo momento en que Moncho manipula La isla del Tesoro, la suerte de la exploración y de los sueños de aventura, las huestes del falangismo secuestraban en la noche a cada simpatizante republicano. En esa Galicia tan sufrida, tan golpeada por el franquismo, había márgenes para poder pensar en aventuras y conquistas del tesoro.
En el final, vuelan los epítetos de “Ateos”, “Rojos”, “Sinvergüenzas”, que se clamaban desde los costados de un desfile de detenidos, que se clamaba por parte de una población asustada por la represión contra sus anteriores vecinos, amigos, detenidos por las armas de quienes en Salamanca habían gritado (o gritarán) ese “viva la muerte” ante las palabras de Unamuno. La previa de esos fusilamientos en Galicia, su detención y desfile publico, reviste una tragedia mayor cuando no sólo todos los niños corren el camión de prisioneros que arrancaba con destino de cadalso, sino cuando hasta Moncho, mirando un camión que se aleja y arrojando piedras, clama a su vez su propio e inocente grito de guerra, ese “rojo” mirando con insólito enojo a su maestro tan querido, mientras su padre se derrumba entre lágrimas.
En el final, el cine golpea la mesa, se afirma en su historia y llega donde el análisis político, histórico no pueden llegar, validándose a sí mismo. Llega a través de las lágrimas del padre, y la corrida de Mocho arrojándole piedras a su maestro al grito de rojo.
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