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Tarde de perros: Nueva York arde (primera parte)

Un Lumet para todas las temporadas

Las cadenas de cine al momento de reestrenar “clásicos” evidencian una limitación, el concepto que tienen de ello es que se trata solo de películas como El padrino (The Godfather, 1972), Volver al futuro (Back to the Future, 1985) o, en el caso más extremo de la rareza, Mad Max (1979). Por supuesto, quien escribe no quiere ser el que se queja del line up de Lollapalooza porque no está Deep Purple, pero en el cine la lógica no siempre traza un sendero tan lineal como el de unas bandas o cantantes de moda. Empecemos

Es propio de estos tiempos presentar escenarios contrafácticos, que en una discusión oral y laxa pueden considerarse válidos, pero no es así si se los ubica en el orden de un argumento para defender una postura. La aclaración se antepone para pensar ese fenómeno (¿o movimiento?) que fue el New Hollywood, gestado a fines del 60 y consolidado en la década siguiente. Muchas de sus películas son exponentes de la historia del cine, aunque en el momento de los estrenos, por ejemplo, casi nadie debe haber pensado en Taxi Driver (1976) en términos de “un clásico instantáneo” (una frase que los críticos utilizan para ser parte del afiche). Si la película de Martin Scorsese es un caso “muy cinéfilo” pensemos en la mencionada El padrino, ¿cuánto consenso tendría hoy? ¿Es acaso El irlandés (The Irishman, 2019) una película muy diferente a esa dirigida por Francis Ford Coppola? Sí, su repercusión fue menor y por supuesto, los tiempos en muchos sentidos son otros (culturales, de consumo, etc.) a los que podemos atribuirle la diferencia de popularidad entre una obra y otra.

El preámbulo es para sentar la base reflexiva sobre una película que navega entre el borde de un segundo escalón de popularidad y una profundidad muy honda del New Hollywood: Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975). En la capa más socavada están esas películas que ni tuvieron una salida digna en el VHS, como pueden ser The Friends of Eddie Coyle (1973) del variopinto Peter Yates o Libertad condicional (Straight Time, 1978) de Ulu Grosbard (en IMDB aparece Dustin Hoffman en ese rol sin acreditar, también).

Hay varias excusas para hablar de Tarde de perros: 1) El enorme Sidney Lumet, un director al que quiero más que a muchos familiares, y del que siempre encuentro un pretexto para pronunciar su nombre. 2) La sorpresa que, casi medio siglo más tarde (¡Sí, casi 50 años!), exista por su grado de irreverencia muda sin canchereadas. 3) Que los planetas del cine se hayan alienado entre director, productor, actores, actrices e incluso extras, etc. para que se semejante obra exista. 4) La cantidad de pasos adelantados que al día de hoy está en su presentación de temas importantes e ideas narrativas.

¿La ficcionalización de la realidad o el realismo de la ficción?

La pregunta es una mera herramienta berreta para desovillar un tema que por estos tiempos es candente, acerca de si una historia real debe ser fiel a las situaciones y acontecimientos o si puede permitirse licencias si se la toma desde la inspiración. La historia de como John Wojtowicz, junto a otros dos hombres, intentó robar un banco de Brooklyn en 1972 es la que se tomó como premisa para el guion de Tarde de Perros. Su pasado, como veterano de Vietnam, es lo que permite ubicar a esta película de Lumet dentro del espectro contextual sobre el que se edificó el New Hollywood.

El conflicto bélico generado en la otra punta del mundo para Estados Unidos se convirtió en centrífuga, porque los soldados que habían padecido -y provocado, por supuesto, en muchos casos- el infierno llevaron el mal a su propia tierra. Como siempre, el cine explotó los miedos y las paranoias de diferentes maneras.

Los dramas de los veteranos tienen sus dramas bélicos bien directos como Nacido el 4 de julio (Borth on the Fourth of July, 1989) o Cenizas de la guerra (In Country, 1989) esta última menos popular, sin embargo, más interesante en su minimalismo sobre el tema. Otra vertiente, que ofreció el infierno interno de Vietnam, fue la de los asesinos despiadados presentados en el slasher y, en una imagen más macro, en el género de terror. Ni El loco de la motosierra (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) o Maníaco (Maniac, 1980) estaban basadas en ninguna historia verídica, no obstante, el halo de realidad se palpaba en el concepto de un hombre trastornado por un trauma indeleble en su mente.

Una de las fortalezas de Tarde de perros es ese certificado de legitimidad que ofrece el “basado / inspirado en una historial real”, porque de otra manera ese desfile de situaciones y acontecimientos disparatados se disolvería sobre las aguas del verosímil. Distinto es si lo que se ve en pantalla sucedió de esa forma, de una forma similar, de una forma licenciada dramáticamente o que ni siquiera sucedió.

Las influencias y la historia del cine

Los primeros 2’ 40’’ de Tarde de perros tienen la impronta de un documental de cinema verite. Si en vez de que sonara Amoreena de Elton John lo que se escuchara fuera una pieza de free jazz, ese fragmento podría atribuírsele a un iniciático D.A. Pennebaker. Después del logo de Warner Bros., no hay títulos ni placas; tan solo gente y escenarios reales de Nueva York. Hay un homenaje a este prólogo en Duro de matar: La venganza (Die Hard with a Vengeance, 1995) de John McTiernan, que también muestra en el arranque una ciudad con imágenes extraídas de la calle, sin intervención artificial.

El carácter documental que presentan esas imágenes ilustra la podredumbre de una época, tan solo pincelada y contrastada por un puñado de inserts de gente jugando al tenis, pero incluso así, en un espacio desangelado o de un grupo de viejos en una playa. Después es todo desolación en la basura acumulada en las calles, en el embotellamiento de una autopista, en personas durmiendo en la vereda, etc. La Nueva York de la década del 70 es un escenario perfecto, ya se había visto en Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y en otras obras maestras del período, que pretendían exponer ese lado B de un glamour poco defendible más allá de la tilinguería.

Lumet no es un director hijo de la Nouvelle Vague, como lo fueron los exponentes del New Hollywood. Su formación fue la televisión, de la misma manera que otros realizadores de su generación, quienes encontraron en ese formato e industria la posibilidad de acariciar un sueño posible de llegar al cine. A los 33 años dirigió su ópera prima llamada 12 hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), un par de años antes de lo que podría considerarse el inicio de la Nouvelle Vague con Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959).

Quizá por ser de ese grupo de directores nacidos en otro formato (y nada menos que la TV, considerada siempre menor) es que a Lumet no le hayan encontrado una etiqueta y, por tal motivo, lo ubicaran en la zanja de nombres industriales o de poco peso. Allí aparecen los Richard Donner, los John Frankenheimer y hasta los Robert Altman, todos hombres que apuntalaron silenciosamente la industria hasta la llegada de la generación siguiente. Más allá de la injusticia sobre como se construye un canon o como se escribe una versión de la historia, Lumet nunca ignoró aquello que sucedía en simultaneo a los costados de su propio camino.

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