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La noche del cazador: La encrucijada ente el horror y el cuento de hadas

Spoilers

En 1953, Davis Grubb publicó la obra que lo consagró como escritor, y al mismo tiempo aquella que marcó en las letras de los Estados Unidos una clara amalgama entre la escritura trágica de William Faulkner y el lírico optimismo de Sinclair Lewis. Preñada de un estilo incendiario, la novela La noche del cazador está ambientada en el valle del río Ohio, en la región occidental del estado de Virginia, durante los efectos de la gran Depresión, que el autor acentúa en varios pasajes, dando cuenta de la terrible situación económica y la desesperación de la población. El clima del relato es opresivo y fantasmal, signado por dos figuras claves: Ben Harper, el padre, condenado a la horca por robar dinero para alimentar a su familia, víctima de la miseria y la injusticia de la época, quien sella con sus pequeños hijos un juramento y el legado del dinero robado; y Harry Powell, un falso pastor (inspirado en un asesino de viudas que fue colgado a comienzos de la década del 30), cuyas normas de vida son el "amor" y el "odio" inscritos en sus manos; una especie de cazador implacable y arquetipo del ogro de los cuentos de hadas. En esa planicie a orillas del río e iluminada por la luna, la historia sigue el destino de los dos niños, John y Pearl, signados por la oposición de esas dos figuras.

Las estrategias de la noviela de Davis Grubb.

La narrativa de Grubb alterna varios narradores: Harry y sus diálogos con ese Dios castigador del que se cree el brazo armado; los pensamientos y especulaciones del joven John, quien vislumbra la maldad del cazador y nos sugiere sus próximas acciones; la viuda Willa, que opera una transformación radical luego de la llegada de Harry, corroída por la culpa y la idea del pecado; y la señora Rachel, angelical salvadora de los niños, quien concentra el punto de vista en el último tramo de la novela. Esa compleja estructura se combina con los distintos espacios que ocupan la acción en la novela: la cárcel primero, donde Harry intenta descubrir el escondite del dinero de la boca de Ben Harper sin conseguirlo; la casa de Willa y sus hijos, dividida en el arriba (el salón y las habitaciones), donde se celebra la fachada de familia desde la llegada del nuevo padrastro, y el abajo (el sótano), donde los niños se ocultan y después llevan a Harry para mentirle sobre el escondite del botín; y el río y el pantano que rodean al pueblo, territorios de la travesía de los niños en la escapatoria del cazador, como en un bosque encantado salido de un cuento de hadas. Lo central del texto de Grubb es el retrato que realiza del centro de los Estados Unidos, en su carácter secular y tradicional, tomando como epicentro uno de los símbolos arquetípicos de la narrativa del país: el río. Así, mientras Mark Twain transformaba el viaje fluvial en sinónimo de la ebullición interior de Huck y Jim en Las aventuras de Huckleberry Finn, Grubb reemplaza el Mississippi por el siniestro río Ohio y convierte la travesía de John y Pearl en el final definitivo de su infancia.

La noche del cazador combina dos estrategias en una. Por un lado, un análisis del tiempo de la Depresión, marcado por la hostilidad del Estado ("los hombres de azul" que vienen a llevarse a Ben), la complicidad de ciertos sectores de la sociedad civil (la participación de Icey Spoon en el casamiento de Willa con Harry); y el peligro de los falsos profetas ante el desencanto y la desolación de la época (en las reiteradas parrafadas encendidas de Harry ante hombres y mujeres desesperados). Por el otro, la actualización de la estructura del "cuento de hadas", expuesto con total conciencia con sus símbolos y tópicos característicos: los niños huérfanos perseguidos por un villano implacable, el pantano encantado, lleno de bruma y animales misteriosos; la anciana buena que los recoge y los protege. Esa oscilación entre el bien y el mal -afirmada en las leyendas que porta Harry en sus manos, en una zona del río llamada ‘Curva del Diablo’ y en la concepción de los niños como ángeles caídos- es la que define el espíritu de la novela, en el que un cerco se va tendiendo de manera inexorable alrededor de los protagonistas. La historia comienza con un garabato infantil sobre un muro y continúa con una canción que se repite una y otra vez, y luego prosigue en la idea del secreto que no debe ser revelado, como parte de un juramento al padre muerto, hasta concluir en el milagro de los panes que llegan a la casa de la señora Rachel.

Las claves de la adaptación al cine y la dirección del debutante Charles Laughton.

Una de las claves del pasaje de la novela a la pantalla se podía resumir en un interrogante: ¿cómo restituir los materiales del cuento de hadas en la historia de un asesino despiadado? Para dar una respuesta a ese dilema, cuando el estudio United Artists adquiere los derechos de la novela de Grubb, decide encargar el guion al crítico cinematográfico James Agee, con el objetivo de conseguir, más allá de las reducciones habituales y el proceso de síntesis de toda transposición, una clara concepción de su puesta en escena. Delegada la tarea de la dirección en el legendario actor Charles Laughton -protagonista de películas como Mutiny on the Bounty (1935), The Paradine Case (1947) y Hobson's Choice (1954)-, la idea que se construyó junto al director de fotografía Stanley Cortez -quien había trabajado con Orson Welles en The Magnificent Ambersons (1942)- proponía recrear, en la imagen, la idea de un mundo paralelo al que los niños ingresan a espaldas de sus padres. En ese universo fantástico aparecía la presencia ominosa del pantano, del río inquietante, del camino que zigzaguea, con los adultos corporeizados en figuras inhumanas o irreales, todo ello apoyado en el animismo de la naturaleza y en la presencia constante de sombras proyectadas en los interiores, evitando la omnipresencia del discurso religioso y las temeridades culposas del maléfico Harry. La transposición de Agee y Laughton respeta en lo básico la cronología que escribió Grubb -aunque le quita la división en capítulos-, elimina los monólogos interiores de John y mantiene la crispación religiosa (evidente en los círculos de rezos, tanto en el que participa Willa después de su casamiento como el que celebra Harry cuando está en busca de los niños). Pero, sobre todo, extrema el tono irónico, llegando a concebir la interpretación de Robert Mitchum desde la autoconciencia, casi burlona de su propia impostura, y preservando la lógica artificial del cuento de hadas.

Uno de los grandes hallazgos visuales de la película son las reiteradas tomas aéreas que siguen el derrotero de los personajes, casi como registros documentales que sellan su deuda con el origen noticioso de la novela y el uso de las sombras y las tomas anguladas. Si bien Grubb describe con esmero el peso de la luz irreal en pasajes como el del sótano o en las apariciones de Harry en la entrada de la casa, es sorprendente advertir que Laughton construye toda su película con alternancia de planos de perspectiva artificial (como la escena del techo elevado cuando Harry asesina a Willa), violentos picados y contrapicados, o sombras en la mitad del cuadro y una luz teatral en la otra como afirmando que la verdadera fuente del film noir no es otra que el expresionismo alemán. Esa ligazón se establece sobre todo con el cine de Fritz Lang y particularmente con una película como M (1931), con la que La noche del cazador tiene numeroso puntos en común. No solo Laughton encuadra más de una vez al predicador sobre una vidriera como lo hacía Lang con Peter Lorre en el bazar o en el cartel callejero, sino que es absolutamente consciente de las afinidades entre ambos personajes. De hecho, uno podría pensar a La noche del cazador como la exploración al límite de los recursos que hasta allí había dado el cine: el uso del iris, del backprojecting, de las tomas aéreas, del contraluz, de los cortes por barrido, del montaje alterno modelado por D.W. Griffith (que se conjuga con la aparición de Lillian Gish, la musa del director de The Birth of a Nation, los contrapicados y las deformaciones del espacio, la relación entre géneros (el noir que contiene elementos del terror y del western).

El legado de una película de culto.

Estrenada en el año 1955, La noche del cazador es un relato policial contado para niños, de ahí su constante extrañeza y deformación, su crueldad y humor, su apariencia de insólita parábola llena de simbolismos y absurdas moralejas. Esa mezcla impensada entre lo siniestro concebido por el expresionismo alemán y lo bucólico creado por la tradición pastoral americana (que Murnau en su etapa en Estados Unidos también supo conjugar de manera exquisita) es lo que la hace tan extraña e inusual, tan ajena a su época, tan difícil de asimilar por cualquier sistema. Algunos de sus encuadres de la casa, con sus cielos cenicientos, recuerdan las pinturas de René Magritte como El imperio de las luces. Y la interpretación de Robert Mitchum es farsesca, construida como un Jano de dos caras, trágico y satírico al mismo tiempo, imaginado por la mirada de dos niños, aterrorizados por sus muecas y seducidos por su carisma. James Agee, quien había realizado la adaptación de la novela de C. S. Forester, The African Queen, para John Huston, era uno de los críticos más importantes del período, y si bien se dijo que Laughton había reescrito la versión definitiva del guion, cuando en 2004 se encontró el manuscrito original de Agee se confirmó que el director mantuvo casi todas sus indicaciones y solo pulió y agilizó algunas escenas.

Vista hoy, La noche del cazador es una película de enorme inventiva, que significó un gran fracaso para el estudio y determinó que Laughton no dirigiera nunca más; incomprendida y maldita en su tiempo, fue rescatada años después como una notable obra maestra.

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