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Blade Runner, el absurdo y la pregunta por el sentido

Spoilers

Blade Runner (1882) nos enrostra grandes preguntas existenciales, con un fundamento profundamente filosófico, y que rara vez puede dejarnos indiferentes. Esta película logra marcar a quien la mire, cuando los interrogantes que giran en torno a todos sus personajes recaen sobre el propio espectador.

Dos son las preguntas que nos arroja esta gran obra maestra de Ridley Scott. La primera, es ya clásica de toda la historia del pensamiento. ¿Qué es el hombre? La segunda debiera estremecernos: ¿Importa?

Tales preguntas están ya contenidas en la irónica pregunta retórica que da título a la novela de Philip K. Dick que inspira la película. “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”

¿Lo hacen?

Los replicantes que por algún motivo salen defectuosos, como es el caso de los nexus-6, representan un peligro para nosotros, los humanos, y nuestras sociedades; es por tanto menester retirarlos.

¿Cabe preguntarnos si retirarlos es aquí un eufemismo de darles muerte? No es tan claro. Pareciéramos estar profundamente seguros de que ellos no son humanos, pues nosotros los creamos artificialmente. Hilando más fino: ¿podemos -o debemos- considerarlos como seres susceptibles de derecho pese a que no sean estrictamente lo mismo que nosotros? En esta distopía de sobrepoblación amontonada y lluvia tóxica, no tuvimos ocasión de ver ningún ejemplo, positivo o negativo, de compasión animal; sin embargo, aquí en el mundo real ya estamos profundamente de acuerdo en que haya legislación que bregue por ellos.

Lo defectuoso de estos replicantes que no nos sirven, en el sentido pleno de la expresión, pareciera ser la rebeldía: no nos son útiles, e incluso significan un peligro para nuestra vida humana, porque se rebelan contra nosotros. Esto se suma a que los hemos fabricado para que sobrepasen muchas de nuestras capacidades. Dando un paso más, la rebeldía de estos replicantes pareciera tener como origen el hecho de que estos descubran que no son humanos. (¿Podrían conocer estas máquinas si el conocimiento fuera algo de carácter espiritual?)

En el hecho de conocer que son creados artificialmente para satisfacer nuestras necesidades de distinta índole, allí radica no solo la posibilidad, sino incluso la justificación de rebelarse contra nosotros, nuestros intereses y la naturaleza que les hemos creado. Allí comienza su empresa rebelde contra nosotros, su matar-al-padre del psicoanálisis, tan bellamente simbolizada en esa escena del beso de Roy con su creador.

Sería correcto agregarle otra variable que complejiza este tema aún más. ¿En qué se nos parecen estos seres? Una de las similitudes es la memoria. La capacidad de tener recuerdos es algo profundamente humano, porque significa mucho más que poder establecer una serie de imágenes cronológicamente ordenadas. Tener memoria significa además el regalo de poder tener una historia. El ser algo con sentido. Reconocemos más fácilmente que somos algo porque tenemos la constatación de haber sido algo antes gracias a nuestra memoria. Y sabemos también que seguiremos siendo ese mismo ser, pese a todo aquello que cambia, manteniendo un núcleo de cosas que se mantienen irrestrictamente inamovibles, sin cambio alguno. Eso somos, aquel resquicio de cosas que no cambiaron con el correr del tiempo, y eso es lo que nos es enrostrado por el poder de narrar nuestra historia personal.

No somos un conjunto de momentos; esos momentos -porque tenemos historia- tienen un sentido. Algunos momentos dependen de otros, otros se entienden a la luz de estos, podemos leer nuestras historias y ordenarlas dándoles un por qué. Estos seres biotecnológicos, creaciones nuestras, tienen una historia porque tienen recuerdos en su memoria. La diferencia con nosotros es que esos recuerdos que tienen los replicantes no son reales como los nuestros, sino que nosotros se los implantamos a ellos -¿y cómo sabemos que nuestros recuerdos…? -.

El tener historia nos enfrenta al segundo parecido, que es el que más se problematiza en la película: ¿tienen los replicantes sentimientos? Ellos están convencidos de que sí, y de que estos son reales. Como no tienen de los reales, es natural que crean que los que sí tienen lo son. ¿O tenemos que admitir que lograron desarrollar sentimientos igual que los nuestros?

Según lo dicho, podríamos suponer que tener sentimientos está estrechamente relacionado con la memoria, puesto que poder darnos a nosotros mismos un sentido, automáticamente le da un sentido también a las relaciones que podamos establecer con otros pares. ¿Bastan los recuerdos implantados para que los replicantes logren identificar una historia como la propia capaz de responder a la pregunta por el yo? Es evidente que sí. ¿Y esta historia narrada en base a recuerdos de otro, es suficiente para que generen sentimientos? Esa es la pregunta de la película. Porque según respondamos, tendríamos más luz para saber cuánto se parecen a nosotros, y con esto, cuánta dignidad merecen que les reconozcamos.

¿Y si, aunque no sean como los nuestros, el hecho de que sean al menos de algún modo imperfecto no basta para reconocérselos y respetárselos? ¿Solo por haberlos creado, tenemos el derecho de reconocerle o no a estos seres si sus sentimientos son válidos? ¿Y cómo nos garantizamos nosotros que los nuestros son verdaderos, inmersos en la misma circularidad incomunicable de la experiencia propia desde la que al igual que los replicantes no podemos salir para ver qué es lo real por fuera de nosotros?

Ahora bien, cuánto más interesante podría resultar hacer el ejercicio mental inverso. Contemplemos lo visto a la luz de las poderosas imágenes de los mitos griegos, con el convencimiento de que éstos condensan las grandes inquietudes antropológicas comunes. En la cosmovisión griega, nuestra naturaleza humana está a merced de la voluntad, los caprichos y el poderío de los dioses. Sin embargo, ese poderío no existe sino hasta luego de la titanomaquia, es decir de que Zeus libere a sus hermanos dioses del vientre de su padre Cronos, perteneciente a los titanes a los cuales le declaran la guerra para derrocarlos, tras un estado primigenio de su gobierno sobre todo. Podemos recordar la terrible obra de Goya donde Cronos devora a sus vástagos. Los replicantes están convencidos de que su amor es real, de que esa primitiva forma de empatía es la más plena de las formas posibles, puesto que es la única que conocen y que pueden conocer.

Desde nuestra perspectiva humana, muy sencillamente podemos concluir que los replicantes no aman de verdad, porque no aman como nosotros. Porque nosotros los creamos. Tal vez lo mismo hayan pensado los dioses de Ulises y Penélope. ¿Y nosotros? ¿Qué es lo que nos asegura que nuestros sentimientos, que suponemos tan reales, no son quimeras tal como las de nuestras criaturas? ¿Cómo habrán mirado los primeros titanes a los jóvenes dioses en su ardid?

Como dice el maestro: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?” (BORGES, Jorge Luis; Ajedrez II; 1960). La alegoría aplica exactamente igual. Los replicantes como nuestros peones del ajedrez, y los jugadores lo mismo que nosotros. ¿Pero por qué podemos estar tan seguros de que no somos el mismo artificio, aunque un poco más complejo, que los replicantes, de un creador empero más perfecto que nosotros? -y este de otro, ¿y así hasta-cuándo-Señor?- Esto es independiente de que tengamos o no un creador. Suponiendo incluso que no lo haya, y esto que vemos sea lo único que existe, igual nos pincha la pregunta con todo su drama. Heidegger dice que la experiencia humana, la interioridad, es incomunicable. ¿Cómo saber yo que esto que creo sentir cuando creo que amo existe realmente, y no me lo inventé, así como hicieron estos pobres replicantes?

¿Cuál es la diferencia entre mi persona y un replicante? ¿Qué me hace a mí un humano, y cómo puedo estar seguro de que no es lo mismo que siente una criatura fabricada por nosotros? Y suponiendo que podamos cerciorarnos de que la realidad de lo que experimentamos es tan real como deseamos que sea: ¿Importa esto?

¿Qué valor tiene la realidad por-la-realidad-misma? ¿No basta mejor con lo que cada uno sienta, sin medirse con cierta insostenible objetividad? Los replicantes creyeron amar, y estuvieron dispuestos a entregar lo que creyeron su vida por estos sentimientos. Sin embargo, independientemente de lo que pudieran conquistar con su arriesgada empresa, aunque hubieran logrado sortear que alguien los retire por forma violenta, el tiempo hubiera hecho su efecto como lo hizo con Roy, y ¿qué sentido o que valor tuvo haberse rebelado, haber sentido empatía con sus pares, haber buscado fines nobles y justos, haber visto la puerta de Tannhäuser. ¿Qué sentido tuvo todo ello, si todo eso “se perderá en el tiempo como lagrimas bajo la lluvia cuando sea hora de morir”?

Y nuestras luchas, y nuestros sueños, y nuestros sentimientos, ¿habrán valido la pena una vez que la muerte nos desactive, y se pierdan?

Tal vez, solo tal vez, igual valga la pena amar, aunque nuestro amor no sea otro que el de los golems, y que muera junto con nosotros cuando nos retiremos.

Me parece profundamente pertinente terminar con un poema:

El golem

Jorge Luis Borges

Si (como afirma el griego en el Cratilo)

el nombre es arquetipo de la cosa

en las letras de 'rosa' está la rosa

y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,

habrá un terrible Nombre, que la esencia

cifre de Dios y que la Omnipotencia

guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron

en el Jardín. La herrumbre del pecado

(dicen los cabalistas) lo ha borrado

y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre

no tienen fin. Sabemos que hubo un día

en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre

en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga

sombra insinúan en la vaga historia,

aún está verde y viva la memoria

de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,

Judá León se dio a permutaciones

de letras y a complejas variaciones

y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,

sobre un muñeco que con torpes manos

labró, para enseñarle los arcanos

de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos

párpados y vio formas y colores

que no entendió, perdidos en rumores

y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)

aprisionado en esta red sonora

de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,

Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen

a la vasta criatura apodó Gólem;

estas verdades las refiere Schölem

en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo

"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."

y logró, al cabo de años, que el perverso

barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía

o en la articulación del Sacro Nombre;

a pesar de tan alta hechicería,

no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro

y harto menos de perro que de cosa,

seguían al rabí por la dudosa

penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Gólem,

ya que a su paso el gato del rabino

se escondía. (Ese gato no está en Schölem

pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,

las devociones de su Dios copiaba

o, estúpido y sonriente, se ahuecaba

en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura

y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)

'pude engendrar este penoso hijo

y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita

serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana

madeja que en lo eterno se devana,

di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,

en su Gólem los ojos detenía.

¿Quién nos dirá las cosas que sentía

Dios, al mirar a su rabino en Praga?

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