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La conversión: una película del mejor

Ya sabemos que cuando se afirma que una película es la mejor de todas es siempre según uno mismo, o a lo sumo según un consenso, que es uno y limitado en el tiempo, en el espacio y en cuanto a los participantes del consenso. Pero esto es un juego, estas son lecturas y escrituras, y no sagradas. Para decir “en mi opinión” o “para mí”, los italianos dicen “secondo me”, una expresión que secondo me es superior a las que usamos en castellano. Bueno, secondo me creo -con cada nueva película- que si Marco Bellocchio no es el mejor director en actividad hay muy pocos que pueden disputarle ese lugar. Muy pocos.

Es difícil no sentir eso de que Bellocchio es el mejor, difícil no pensar eso si uno ha visto -en una sala de cine- hace poco La conversión (Rapito). Ahora bien, uno bien puede ponerse a discutir si el mejor director con carrera en curso es uno u otro, pero en esto es muy difícil ganarle a Bellocchio: es alguien que hizo su primer largometraje, la magnífica I pugni in tasca, en 1965 y que casi sesenta años después sigue haciendo películas que se estrenan en la competencia principal de Cannes, como Rapito. Sin embargo, que una película haya participado de Cannes o hasta ganado la Palma de Oro no la hace buena ni excelente, ahí están varios ejemplos que no vamos a nombrar ahora (por ejemplo El artista de Hazanavicius). Pero dejemos esos detalles para decir que, sencillamente, lo de Bellocchio es realmente increíble, asombroso, admirable. Desde La hora de la religión (La sonrisa de mi madre) (2002), en italiano L'ora di religione (Il sorriso di mia madre), Bellocchio ha experimentado un resurgir de su carrera, con más de diez largometrajes deslumbrantes en lo que va de este siglo. Uno de ellos y el último hasta el momento es, claro, La conversión, una película de una intensidad fuera de época, fuera de norma, fuera de escala, fuera de serie. La conversión fue el título -en italiano, La conversione- durante el rodaje, pero finalmente se llamó Rapito (El rapto), aunque aquí se convirtió -o reconvirtió- en La conversión. Entre esos dos títulos hay un abismo de acentos acerca de dónde ubicar el sentido. Pero la propia película oscila entre distintos acentos, entre énfasis opuestos, entre razones enfrentadas, entre religiones, dogmas, crueldades, cuidados y violencias.

La conversión, basada en un caso real, comienza a mediados del siglo XIX, un chico de una familia judía numerosa de Bologna es arrancado de su hogar “con todas las de la ley” por orden de la Iglesia Católica porque -dicen- había sido bautizado en secreto, sin el consentimiento de los padres pero bautizado al fin y al cabo. ¿Quién puede convertir este asunto histórico ya resuelto hace un siglo y medio en una película que eriza la piel y sacude cimientos y emociona de manera contundente? Bueno, un vero director de cine, como el señor Bellocchio, que nació en 1939 y ostenta una vitalidad difícilmente superable (basta escucharlo hablar en entrevistas sobre Rapito, con un aplomo y una velocidad de otro mundo, de otro tiempo) y hace una película de curas, de religiosos y religiones, de un Papa y de la historia de Italia en el momento en el que se va a convertir en Italia, de una familia, de enfrentamientos entre la comunidad judía y la Iglesia Católica que se ve no solamente con interés sino con fruición, porque es la película de un verdadero sabio del cine, un sabio con brío y una energía que se hacen evidentes en minutos, quizás en segundos de la primera secuencia.

En el caso de Bellocchio la abusada expresión “hago cine” es no solamente descriptiva sino además justa, porque el veterano italiano convierte en cine -en cine vibrante, intenso, atrapante- historias diversas y también partes de la Historia (al igual que otro que puede pensarse como el mejor director en actividad, Clint Eastwood, Bellocchio ha posado su mirada sobre hechos históricos en muchas ocasiones en sus películas del siglo XXI). En su extensa e impar carrera, Bellocchio se ha interesado muchas veces por el ejercicio del poder, y La conversión no es la excepción: poder, determinación, miedo y coraje, ideas y sangre, cine visceral, nada melifluo. La conversión conecta con varias de las películas de la carrera del director, más allá de los asuntos vaticanos que ya estaban en L'ora di religione (Il sorriso di mia madre). Con el retrato que hace del Papa Pío IX, paranoico y epiléptico, también conecta con el muchacho protagonista de I pugni in tasca, también paranoico y epiléptico. La oscura La conversión se liga por intensidad y presencia del peso de la Iglesia con la paradójicamente más luminosa Sangre de mi sangre (2015), película de vampiros como no hay otra (ver y escuchar para creer, y si la película no está disponible en streaming habría que salir con pancartas para pedirla). Por otro lado, o por el mismo lado vampírico, en algunos de los momentos más acuciantes de La conversión la música de Fabio Massimo Capogrosso nos recuerda la música de Wojciech Kilar para Drácula de Bram Stoker, de Francis Ford Coppola (1992). La magistral Drácula de Coppola y la magistral La conversión de Bellocchio comparten, claro está, lo operístico, la noción del cine como arte capaz de refulgente grandeza basada en la imaginación, el esfuerzo y la sangre del artista (el poeta fílmico, en estos casos). Y Bellocchio, además, mediante el montaje alterno de momentos cruciales cargados de fatalidad, nos conecta con los Padrinos de Coppola. La tradición italiana del cine menos preocupado por los tonos menores, la tradición del melodrama, la tradición de quienes se animan a narrar cargados de sangre, familia y lágrimas. Eso, claro, sin dejar de prestar atención al absurdo desgarrador del poder, y al poder atávico y hasta sobrenatural de las creencias y de la fe como motor. Y la madre, claro, porque en Bellocchio -y bueno, mucho más allá- la madre es un pilar del relato, un peso ineludible. Justamente, Barbara Ronchi, la actriz que es la madre en La conversión es la madre en Dulces sueños (Fai bei sogni), una de las películas que deberían estar en cualquier colección de esas que se hacen por el “Día de la madre”. Pero supongo que Dulces sueños debe ser de esos títulos que tampoco se encuentran fácilmente en “las plataformas”. Y ahí tenemos otro motivo de protesta: ¿cómo puede ser que no estemos a pocos clicks de distancia de la obra de uno de los mayores, mejores, más deslumbrantes directores del siglo XXI? Bellocchio vivió la mayor parte de su vida en el siglo XX y para que esa afirmación no sea verdad debería vivir hasta los 122 años, y ojalá lo haga y desmienta lo antedicho. Pero más allá de estos detalles biográficos en curso, como ya se dijo, Bellocchio es uno de los más grandes directores del siglo XXI, o el más grande, en parte porque nos recuerda que el cine es el arte que más puede conmovernos, que más puede ir hasta el fondo de nuestros pensamientos y emociones, que más puede devolvernos al mundo con otra mirada, con otra escucha, con otra manera de encarar la vida. Gracias, Marco.

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