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Crítica en retrospectiva: El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940)

Spoilers

Adenoid Hynkel (Charles Chaplin), dictador antisemita de Tomania, desea controlar no solo su país sino también el mundo. Paralelamente, un barbero judío (interpretado también por Chaplin), veterano de la Primera Guerra Mundial, debe aprender a sobrevivir en el aciago régimen de Hynkel.

El gran dictador (The Great Dictator), escrita, dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, se estrenó en octubre de 1940, un año después del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para ese entonces, Chaplin era una de las estrellas más conocidas del cine, un verdadero ícono de masas respetado y admirado tanto en Estados Unidos como en el extranjero. Por tanto, puede resultar sorprendente que la idea de El gran dictador haya encontrado mucha resistencia ―incluso antes de empezar a filmarse― por parte de ciertos colaboradores cercanos, así como algunos de sus seguidores, que esperaban con ansias su nueva película.

No obstante, el férreo Chaplin, siguiendo su intuición, prosiguió con sus planes de crear una película crítica con el nazismo y Adolf Hitler y que hiciera un llamado a la paz mundial. Para nuestra fortuna, logró filmarla contra todo pronóstico: el resultado fue una de sus mejores películas, una sátira inteligente, incisiva, casi profética y profundamente humanista acerca de los dictadores, el poder corrompido y la necesidad de mantener la esperanza cuando todo parece perdido.

El filme inicia con dos advertencias: la primera menciona irónicamente que el parecido entre Hynkel y el barbero judío son simples coincidencias; la segunda expresa: “Esta historia se desarrolla entre dos guerras mundiales mientras la locura se desencadena, la libertad se va a pique y la humanidad recibe un duro golpe”.

La última llama la atención porque la guerra apenas estaba comenzando; Hitler (en quien está basado el personaje de Hynkel, claramente) todavía gozaba de apoyo a nivel mundial para 1940; y la opinión pública, especialmente los aislacionistas estadounidenses, evitaban opinar sobre él y el conflicto por considerar todo ajeno a sus fronteras. En otras palabras, Chaplin se atrevió a señalar las cosas por su nombre en un tiempo en el que todavía no estaba bien visto hacerlo, ni que los artistas cinematográficos se inmiscuyeran en asuntos que no se relacionaran con el entretenimiento.

La historia de El gran dictador comienza propiamente en 1918, último año de la Primera Guerra Mundial. Vemos a un hombrecito ataviado con uniforme de soldado, menudo, con un bigote pequeño y andares inconfundibles, ocasionando más desastres en el campo de batalla que un regimiento entero. Sabemos quién es, pero a primera vista ignoramos cuál es el personaje; podríamos pensar que es la parodia de Hitler, ya que este fue cabo durante la Gran Guerra. Pero después de algunas escenas nos enteramos de que es el barbero judío, quien terminará con un severo caso de amnesia gracias a un accidente hilarante. Al demorar revelar cuál de los dos personajes es este, Chaplin juega con sus parecidos físicos y con la percepción del público, que llevará a un nivel magistral al final.

A lo largo de todo el filme, la dualidad entre Hynkel y el barbero judío se apoya además en el montaje, que cada cierto tiempo pasa de uno a otro para constatarlos, ya no solo física, sino moral y anímicamente. Después de una breve síntesis del período de entreguerras y del ascenso del totalitarismo, se nos presenta a Hynkel dando un acalorado e hilarante discurso en un alemán fingido, pero efectivo. El personaje es iracundo, apasionado y cruel; expresa abiertamente sus deseos de invadir Osterlich (otro país ficticio), exterminar a los judíos y perpetuar la raza aria; y su caracterización física, expresiones y movimientos corporales conforman en líneas generales una de las mejores representaciones/parodias de Hitler.

Chaplin hizo un estudio de personaje acertado, visionario para la época y que sigue ejerciendo una gran fascinación en el público. Incluso, algunas de las libertades creativas que se tomó ―como la maravillosamente excéntrica escena en que Hynkel juega con el globo terráqueo― le proveen de más vistosidad y profundidad a esta caracterización, así como de atinadas metáforas al relato. Capaz Hitler nunca jugó con un globo terráqueo, pero sí pateó y sacudió al mundo por seis años.

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Alrededor de Hynkel orbitan una serie de personajes, símbolos y países extraídos de la realidad, pero transformados con propósitos satíricos: el ministro de Propaganda Garbitsch (Henry Daniell), cuyo nombre suena a garbage (basura, en inglés), representa a Joseph Goebbels; el patético ministro de Guerra Herring (Billy Gilbert) personifica a Hermann Göring; Benzino Napaloni (Jack Oakie), dictador de Bacteria, serían Benito Mussolini e Italia, respectivamente; Tomania sustituye a Alemania; el símbolo de la doble cruz suplanta a la esvástica nazi; y los seguidores fanáticos y torpes de Hynkel suplantan a los de Hitler.

Todo lo anterior funciona no solo para complementar la representación que hizo Chaplin de Hitler, sino también por sí mismo: por ejemplo, en Garbitsch observamos un retrato convincente del retorcido y manipulador Goebbels; en Napaloni, una versión burlesca y también acertada de Il Duce que, además, trata con socarronería su relación no siempre cordial con su aliado el Führer.

Por otra parte, en el barbero judío confluyen las diferentes aristas del Holocausto antes de ser conocido como tal: al terminar la Primera Guerra Mundial, regresa a su casa que ahora forma parte de un gueto; ve perplejo la palabra jew (judío, en inglés) escrita en la vitrina de su barbería; luego de la sorpresa inicial y algunos enredos, es atacado por los soldados de Hynkel, pero se libra gracias a la ayuda de Hannah (Paulette Goddard), otra judía del gueto, y su amigo Schultz (Reginald Gardiner), a quien conoció en la guerra y que ahora tiene un alto cargo en el régimen; más adelante, cuando Schultz ya no puede ayudarlo por haber caído en desgracia, el barbero se esconde, forma parte de una resistencia improvisada, termina recluido en un campo de concentración y escapa junto a Schultz para caer, sorpresivamente, en el centro del enemigo.

Charlie Chaplin: The Great Dictator | PPT

En retrospectiva, resulta asombrosa la visión que tuvo Chaplin acerca de la vida de los judíos europeos en lo que el escritor Saul Friedländer llamó “Los años de la persecución”, que se desarrollaron de 1933 a 1939, entre el ascenso del nacionalsocialismo y antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En este período, los judíos alemanes eran identificados y marcados, y fueron perdiendo sus libertades y vidas, aunque no al extremo de los siguientes años. Asimismo, se constituyeron los primeros guetos entre octubre de 1939 (un mes después de la invasión a Polonia) y principios de 1940, pero más adelante se convertirían en el reducto de hambre, peste y muerte que los hicieron tristemente conocidos.

Para las fechas en que se produjo y estrenó El gran dictador, estas noticias estaban poco difundidas o eran vistas con recelos por parte de muchos alemanes y extranjeros. Menos se sospechaba todavía ―a pesar de que Hitler había dejado claras sus intenciones― de que Europa y el mundo estaban ante las puertas del más grande genocidio de la historia de la humanidad.

De ahí que Chaplin se haya convertido en un visionario que supo interpretar los tiempos que se avecinaron tan rápido, aunque su imaginación se quedó corta en relación con la realidad. Por ejemplo, la puesta en escena del gueto en que viven el barbero y sus amigos, aunque moderada, es bastante acertada en comparación con los registros documentales. Algo similar sucede con el campo de concentración anónimo al que son enviados el barbero y Schultz: es llamado textualmente como campo de concentración, tiene alambradas, edificaciones rígidas y prisioneros con uniformes grises, pero no representó completamente el infierno de los campos reales.

Igualmente, el desconcierto del barbero, producto de la amnesia, puede interpretarse como una alegoría de la propia extrañeza de muchos judíos ante un mundo que cambió sorprendentemente rápido para ellos, y que no entendieron del todo hasta que fue tarde. En la figura de la noble y valiente Hannah ―quizá, la mayor heroína de la filmografía de Chaplin― observamos a todas las mujeres que se opusieron a la ignominia; además, su relación con el barbero es un punto encantador, emotivo y suavemente romántico en esta oscura trama. Y Schultz representa a los pocos alemanes adscritos al Partido Nazi que desobedecieron las leyes y trataron de hacer lo correcto, aquellos como Oskar Schindler y el capitán Wilm Hosenfeld que serían reconocidos como Justos entre las Naciones por el Estado de Israel.

En cuanto a la violencia, si bien estuvo muy contenida ―como era usual en los años cuarenta― este es el más violento de los filmes de Chaplin. El Sr. Jaeckel (Maurice Moscovitch) alienta a sus conocidos a luchar diciendo: “Más vale morir que seguir viviendo así”, diálogo que se anticipó a la furiosa insurrección del gueto de Varsovia. Un plano detalle nos muestra a un pajarito encerrado en una jaula, mientras escuchamos gritos desesperados fuera de campo. Un habitante iracundo del gueto es baleado por los soldados de Hynkell, luego de que este exige el extermino de los judíos en una perorata más iracunda aún. Vemos temerosos, junto al protagonista y Hannah, cómo la barbería es incendiada a lo lejos. Y el discurso de Garbitsch acerca del fin de la libertad y la democracia, y el auge de la era de las dictaduras, es increíblemente salvaje. No todos los directores saben dotar de lirismo a la violencia, pero ciertamente Chaplin lo consiguió.

Es bien conocida la reticencia de Chaplin a usar sonido en sus películas por considerar que iba en contra de la esencia del cine; de nuevo, para nuestra fortuna, con el tiempo descubrió su enorme potencial. Contrario a lo que se suele creer, su primera película sonora fue Tiempos modernos (Modern Times, 1936), pero El gran dictador fue la primera en la que habló de verdad. ¡Y vaya que habló!

El diálogo más recordado no le pertenece a Garbitsch, Hannah, Schultz, ni siquiera Hynkel, sino al barbero judío, quien, al final de la historia, es confundido por Hynkel y, para sorpresa de nosotros y del resto de personajes, este azar del destino significó el cierre perfecto a su viaje.

El barbero tiene la oportunidad de pronunciar un discurso ante Tomania y el mundo y, a pesar de sus temores iniciales, similar a los del propio Chaplin en la realidad, cuando inicia no se detiene. Dice que no es un conquistador ni un dictador, sino un ser humano que quiere para él y los demás (blancos, negros, judíos, cristianos) una vida mejor y justa. Habla con sabiduría y auténtica emoción sobre la libertad, la dignidad y el derecho a la felicidad. Siente cómo el mundo se ha convertido en un lugar oprobioso y violento. Hace un llamado a las personas que lo oyen a no desesperar; y a los soldados y seguidores de Hynkel a no ceder al salvajismo y pelear por lo que es correcto. Y termina con una nota de esperanza y unidad para toda la humanidad. La cámara lo inmortaliza en un transparente plano medio corto, hablando directamente hacia nosotros, y su discurso nos cala en lo profundo de la mente, del alma; aun cuando la pantalla se apaga, su voz continúa resonando a través del tiempo. Cuando Charles Chaplin habla, el mundo debe guardar silencio y escuchar.

Charlie Chaplin's Final Speech in The Great Dictator: A Statement Against  Greed, Hate, Intolerance & Fascism (1940) | Open Culture

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