POR JERÓNIMO CASCO
14 de JUNIO del 2024, 14.49 PM | UTC-GMT -3
Se dice que las personas que amamos el cine tenemos la costumbre, o el círculo ceremonioso, de repetir ciertos títulos a lo largo de los años por el simple hecho de intentar revivir aquello que nos transformó. ¿Quien recuerda específicamente la primera vez que vio cierta película? Existen pocos ejemplos que podemos mencionar. En mi caso recuerdo concretamente cuando en el año 2010, el año luego de mi graduación en la secundaria, decidimos ir a ver con un amigo Inception (2010). Si bien la película peca por sobre explicativa (algo que reniego mucho en la actualidad) y pasó de ser una de mis películas favoritas de todos los tiempos a ser un divertimento más que interesante por estos días, nunca olvidaré la impresionante sensación de salir de la sala de cine completamente atónito y resquebrajado mentalmente por lo que acababa de presenciar.
En ese entonces tenía dieciocho años de edad, y claro, como buen iniciante en el camino del séptimo arte por lo menos desde la posición de espectador, mis ojos y mis oídos (pero sobre todo mi mente) no podían discernir si estaba absorto en el medio de un extraño y complejo sueño o si me encontraba en una realidad completamente alterada gracias al puzzle cinematográfico que nos proponía Nolan. Paradójicamente, la realidad de ese preciso momento fue consumida por la dualidad existencial que había en el juego de ir y venir por los sueños como si fuese un tramite más. No podía entender que es lo que me estaba sucediendo, y con la complicidad de mi amigo al que tenía al lado, nos quedamos en el centro comercial por varios minutos sin decirnos nada, y con naturalidad decidimos caminar varias cuadras en la madrugada de ese domingo tratando de debatir al respecto, y entender algo de lo que habíamos visto. Si es que lo habíamos entendido…
Pero este artículo nada tiene que ver con esas ciudades que se doblan como papel o toda la travesía multidimensional del personaje de Leo DiCaprio para volver a ver a sus hijos, no. Muchos años antes de aquel primer impactante shock que me dio el poder del cine presencié algo similar, aunque en aquel entonces era mucho más joven. Algo que me transformó. Me encontré a mi mismo repleto de esperanza y alegría gracias a una trilogía, que si bien formaba parte de una temprana creación de mi cinefilia, me dio muchos años después una nueva perspectiva sobre que significaba verdaderamente el séptimo arte. Pude respirar con un desmedido goce el ambiente familiar de una pequeña comunidad que vivía en el medio de unas colinas, me sentí aterrorizado por la presencia de unos caballos negros jineteados por los mismísimos hacedores del apocalipsis, pude ver reflejada la desesperanza y la recuperación de esa misma esperanza sólo con ver los ojos claros de una persona y me dije a mi mismo que si en algún momento querría visitar las locaciones de una película, tendrían que ser las de la aventura épica más grande de todas.
Y si bien no es sólo una película, sino que son tres, yo las siento como una sola. Porque así vivo el levantarme temprano por la mañana todos los 31 de diciembre para disfrutar de la mejor trilogía que el cine nos pudo dar. Cuando alguien me pregunta por mi top ten de mejores películas de la historia del cine, El Señor de Los Anillos se encuentra en ese top ya que la considero como si fuese una de 9 horas y es la película que más disfruto de revisitar. Y es que no existe aventura más grande que la de Frodo Bolsón junto a su leal amigo Sam Gamyi en la odisea por llegar al Monte del Destino para destruir el Anillo Único. Recuerdo, que tal fue el fervor que sentí aquella vez que me adentre por primera vez en el imaginario de Tolkien, que me propuse a investigar más. ¿Quien fue el celebre creador de esta re - imaginación de la Tierra Media? ¿Que nos quería decir de él mismo mediante sus obras? Así fue que a principios de este siglo mi padre me consiguió TOLKIEN PARA PRINCIPIANTES, un pequeño libro que sirve como entrada al universo de uno de los filólogos y escritores más importantes del siglo XX, J.R.R. Tolkien.
Pero revisitar El Señor de los Anillos no sólo significa sentir la gratitud ante la obra expuesta cada vez que le doy play (o que milagrosamente Warner decide reestrenarla en cines), sino que también puedo decir que es casi como un culto, en el buen sentido de la palabra si es que existe. ¿Que puede ser más placentero que aquello que nos ofrece sensaciones propias de la vida misma, y que refleja lo mejor de nosotros ante la adversidad y la oscuridad?
El viaje del héroe propuesto por el antropólogo estadounidense Joseph Campbell se refleja a la perfección:
- Frodo es designado por Gandalf para quedarse con el Anillo.
- Se niega a quedarse con él.
- Ante el temor de lo inevitable (que lleguen los Nazgul para quitarle el Anillo y su vida) decide emprender su viaje.
- La ayuda inesperada llega como guía (Aragorn).
- Sale de lo que conoce para adentrarse en terrenos desconocidos.
- Supera distintas pruebas y su vida es desafiada por la muerte en reiteradas ocasiones
- El famoso “encuentro con la diosa” sería su encuentro con Galadriel en Rivendel (uno que le proporciona sabiduría pero sobre todo el conocimiento del verdadero poder de la luz y el amor)
- Sufre más de una vez la tentación de desviarse de su objetivo gracias al poder que le puede conceder el Anillo.
- Logra su objetivo de destruir el anillo a pesar de la dificultad.
- Su retorno con el llamado “vuelo mágico” es representado con su salvación gracias a Gandalf y las águilas.
- La vuelta al hogar es rechazada: Frodo es una persona nueva. No puede compartir su conocimiento con los demás y prefiere que su figura sea un símbolo antes que lo gráfico de una explicación. Se va a las Tierras Inmortales junto a Bilbo, Gandalf y otros elfos.
- El cruce del umbral es concluido. Ahora es libre para siempre.
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