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Los efectos especiales prácticos en el cine: a propósito de El monstruo dentro de mi

Spoilers

Un monstruo que puedo tocar

La película en cuestión es El monstruo dentro de mí (Appendage, 2023), debut muy auspicioso de la directora Anna Zlokovic, quien solo tiene como antecedentes un par de cortos, entre ellos uno del mismo título y protagonizado por Rachel Senott, que no es más que un germen de la historia contada aquí en su primer largometraje. Hannah (Hadley Robinson) es una joven diseñadora de moda presionada en su trabajo por entregas diarias, al mismo tiempo una pequeña molestia en su cuerpo se transforma en una protuberancia, luego en un bulto y eso deriva como estadio final en un monstruo que le sale y le dice las peores cosas relacionadas a su vida. El pequeño engendro se alimenta de sus pesares y crece gracias a eso. Hasta aquí alguien podría pausar y decir que se trata de una reversión de Sin control (Brain Damage, 1988) de Frank Henenlotter, sin embargo, no es solo eso. Además de los pasos de body horror, hay referencias a La invasión de los usurpadores de cuerpo (Invasion of Body Snatchers, 1956), al grueso del primer David Cronenberg y demás ejemplos del terror con parásitos y bichos nacidos en el propio cuerpo. Incluso la película tiene la astucia al incluir influencias de otros géneros como Mujer soltera busca (Single White Female, 1992).

El gran mérito narrativo de Zlokovic (es la guionista, además de la directora) está en develar pronto la existencia del monstruo-parásito, para luego empezar a rascar las demás capas propuestas en la historia. Como se sabe, la originalidad no existe a esta altura del cine (y en casi cualquier disciplina artística), pero sí existe la novedad. Es en esa cualidad donde el foco podría estar orientado, tanto desde la producción como de la recepción de las películas. Tal valla de contención para El monstruo dentro de mí sirve, en este caso también, como un paneo para observar algo más de lo todo lo ofrecido aquí. Es momento de hablar acerca de los efectos especiales prácticos.

El cruce entre los efectos prácticos del siglo XX y siglo XXI

Hay una pérdida absoluta de la presencia tangible en las imágenes a partir de los efectos visuales de Matrix (The Matrix, 1999), por una sencilla razón de colapso entre los planos captados en el negativo y la incorporación digital puesta en relieve de movimientos físicos imposibles para una cámara de cine. A pesar de este quiebre en la artesanía visual, cierto es que, en las películas de fantasía, terror, ciencia ficción y sus derivados tal cambio se percibió en un tono más paulatino. Si pensamos en los ejemplos del cine de los 80 podemos advertir que los monstruos y diferentes amenazas acompañaban a las víctimas en el mismo plano, y esa es un gran fundamento para certificar el miedo al fuera de cuadro. No es lo mismo temerle a un animatronic que a un holograma. Es al día de hoy que el fuego digital todavía presenta rebarbas y costuras evidentes, dicho por los propios artistas de efectos digitales, es de los más difíciles de incorporar al verosímil de una película.

Para alejar la idealización de una década, es necesario señalar el uso de las marionetas, animatronics y otros tipos de utilería como una alternativa casi única para ciertas situaciones, los albores de la digitalización no podían sustituir un esqueleto por una imagen generada por computadora, tan sólo era utilizable en casos donde la “computación” pertenecía al hilo narrativo, un caso de ello es Tron (1982). No se trataba de una cuestión ideológica porque la única forma de hacer -por ejemplo- un hombre lobo, era traer artistas de efectos especiales y de maquillaje.

Un poco de historia de los efectos visuales

La historia de los efectos especiales se remonta mucho antes, incluso, de la invención del cinematógrafo, de todos modos, un recorte posible es el que nace con Georges Méliès, considerado más un ilusionista que un director de cine. Tal señalamiento del canon académico presto a poner etiquetas es insignificante en comparación al legado y a la influencia del francés, sus juegos emplazados en la alteración perceptiva y la fisicidad de los objetos eran sus principales cualidades. En un cine todavía aplanado por la disposición teatral, la mirada del espectador se limitaba a observar lo presentado de frente, sin puntos de fuga ni de perspectivas geométricas para pensar un fuera de campo.

Las miniaturas también fueron un gran concepto, especialmente en la recreación de escenarios fastuosos, inexistentes en la vida real y enormes, incapaces de ser armados en un set. Metropólis (1927) fue una película casi pionera en esta disciplina recargada de paciencia y precisión quirúrgica, no solo tiene su mérito en la mimesis sino también en la capacidad de reflejar y amplificar un objeto, un ser o un espacio. La miniatura era expuesta frente a un espejo con una inclinación de 45° frente al lente de una cámara, luego se quitaba una de las secciones de la superficie del reflejo para que los actores pudieran ser captados a través del vidrio, sin un marco o una madera que lo sostuviera. En la última instancia se debía empatar la puesta lumínica del set miniatura con la acción reflejada en los espejos. La descripción del trabajo advierte la complejidad en la confección de la fantasía, mientras que en los tiempos actuales (y desde hace muchos años) la dificultad ya no se encuentra en estudio de filmación, es parte del proceso de posproducción como lo es el montaje.

Si hay un producto de consumo popular en el que conviven la artesanía analógica y la composición de efectos visuales por computadora es Star Wars. La película de 1977 tenía una filiación, en procedimientos y dinámicas, mucho más cercana a las de las películas de Melies y de Harryhausen que a las películas nutridas por la digitalización de sus imágenes vistas en la segunda trilogía nacida en 1999. En Star Wars: Episodio II - El ataque los de clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones) está el antes y después de la hiperdigitalización, en términos de lo semiólogos ocupados por entender los fenómenos más o menos recientes. En una escena el personaje de Anakin Skywalker, ya adulto joven, usa el poder de “la fuerza” para hacer levitar una pera, la fruta en cuestión está digitalizada. Cuando un objeto existente, en la vida real y de fácil acceso para su posesión, es creado por completo en una computadora la batalla está perdida. Sin ánimo de redefinir la importancia de George Lucas en la historia del cine, es necesario mensurar sus logros y desaciertos en el campo de los efectos visuales. Si bien en 1977 sorprendió y marcó un acontecimiento en la recreación de mundos pertenecientes a la ciencia ficción espacial, un par de décadas más tarde resolvió borrar con el codo de un artista digital lo que un técnico en efectos especiales prácticos hizo con la mano. El factor dinero es el más influyente en la realización de una película, no obstante, la decisión de poner una pera colgada de unos hilitos (que pueden ser borrados digitalmente) por sobre una creada con ceros y unos es netamente estética. Y tratándose de George Lucas, justamente, el dinero no es un problema.

Uno de los grandes errores es pensar en un público más adepto a presenciar la perfección, es decir “que no se note” que Chucky es un muñeco de goma. Cuando vimos Terminator (The Terminator, 1984) por primera vez advertimos que en un momento ya no era más Arnold Schwarzenegger el que estaba caracterizando al T-800, sino que era un animatronic cubierto de látex y con unos rasgos similares al actor austríaco. Poco importaba notar esa diferencia. Todo lo contrario nos sucede al ver un terminator completamente digitalizado y hasta hegemónico, porque lo perfecto no es sinónimo de bueno. La naturaleza del efecto especial y visual no puede desprenderse de la narración, que a su vez no puede separarse del carácter físico de la imagen.

El efecto sobre los efectos

Como señala el teórico Christian Metz: “El cine es universal porque la percepción visual es prácticamente la misma en el mundo entero”, para mejor ilustración basta el cine mudo, del cual todavía se mantiene viva la llama en algunos autores y en cierto revisionismo. Las acrobacias de Buster Keaton o de Charles Chaplin no hubieran sido posibles sin la elucubración de un sistema geométrico de los encuadres y de las angulaciones.

Una anécdota contada por William Friedkin (por supuesto, un hombre al que le encantaba tirarle pimienta a la verdad) decía que al momento del estreno de El exorcista (The Exorcist, 1973) en Indonesia presenció algo insólito; la proyección se pausaba cada diez minutos para que un intérprete entrara a la sala y le explicara al público lo sucedido ya que no había subtitulado ni doblaje. Ante este hecho Friedkin dijo que su próxima película la haría para que fuera comprendida sin la necesidad de subtitulado, doblaje o persona que explicase. Su siguiente proyecto fue El salario del miedo (Sorcerer, 1977). Volvamos más para acá en la línea temporal de la historia del cine.

John Carpenter en casi todas sus películas abogó por los efectos prácticos, sin importar si eran monstruos recurrentes o si sólo aparecían unos segundos. Un ejemplo de esto último es el final de Rescate en el Barrio Chino (Big Trouble in Little China, 1986) cuando el remate es el sorpresivo surgimiento de un abominable y simpático monstruo (al que casi se le pueden tocar sus largos pelos) que sale de abajo del camión manejado por el histriónico Jack Burton en la piel de Kurt Russell. También del “maestro” es icónica esa escena de En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994) cuando John Trent (Sam Neill), un escéptico investigador de seguros, atraviesa el portal perseguido de unas aberraciones solo pensadas en la mente de H.P. Lovecraft. Allí esos seres son mostrados en fragmentos; sus piernas, sus dientes, sus cabezas y tan solo en un plano casi fugaz se los ve completos. Lo importante es que esos planos detalles no muestran una imagen digital de unos colmillos, sino que exhiben una materialidad con volumen, color real y presencia táctil en plano. Sí, claro en El enigma de otro mundo está el sumun de su filmografía en cuanto efectos prácticos, gracias al genio de Rob Bottin capaz de mezclar materiales de goma, sustancias químicas y artefactos mecánicos para lograr el mayor impacto posible en la fisicidad de sus criaturas.

Los efectos y la narración

El monstruo dentro de mí resuelve narrativamente la presencia de su criatura; no la esconde del espectador hasta el último acto como quieren hacer algunas películas para parecer inteligente. Pasa de un forúnculo hinchado a un bebito horrible en un puñado de situaciones, si bien es importante porque desata el conflicto dramático, también la película guarda cartas narrativas para jugarlas en momentos precisos. Al igual que Carpenter (y otros grandes autores), aquí la directora usa el mismo patrón visual de mostrar con planos detalles las manos monstruosas o sus piernas estiradas. Hay una confianza perdida en que el espectador puede completar en su mente la parte faltante, o bien incrementar su miedo como consecuencia por aquello que no se puede ver. La gran decisión en Alien: el octavo pasajero (Alien, 1979) está en la fragmentación del monstruo, en el miedo ante lo desconocido, un concepto primario y tan asociado al pavor generado por la oscuridad. La imagen se compone por lo contenido en un plano, y también por lo ocultado en él y en un fuera de campo.

Anna Zlokovic posteó una imagen de ella “presentando” al bebito parasito de El monstruo adentro de mí, de la misma manera en que vimos las fotos de George Romero y sus zombies o Nick Castle con la máscara de Michael Myers levantada para tomarse una birra. En la indicialidad entendida que da una fotografía está, en estos casos nombrados, una fortaleza aún mayor sobre el verosímil enhebrado por la tangibilidad de un ser inexistente en la vida real. Y al revés de George Lucas, una película de tan bajo presupuesto perteneciente a una directora debutante teje un pequeño chaleco de esperanza para el futuro físico de los efectos visuales.

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