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Star Wars y Duna: Generaciones (parte 1)

Para quienes nacimos a principios de los setenta, Star Wars se mezcla, se amalgama con fuerza -con la fuerza- con nuestra infancia, con nuestros primeros años en este planeta. Ver por primera vez esa Galaxia muy muy lejana y a los Stormtroopers y a Darth Vader en la película de 1977 -estrenada por acá el día de Navidad de ese año- se convirtió, para muchos de nosotros, en un recuerdo imborrable, o en una compañía persistente. Eso sí, para nosotros no era Star Wars. Era La Guerra de las Galaxias, así llamábamos a la película. Y los muñequitos eran “los muñequitos de La Guerra de las Galaxias”. No decíamos ni Star Wars ni “Action Figures”. Ya para El regreso del Jedi los que teníamos unos diez años íbamos al cine solos, una y otra vez, a verla. La sabíamos de memoria y queríamos ser Luke Skywalker vestido de negro. Algunos tuvimos la suerte de que nos regalaran más muñequitos para sumar a los que ya teníamos, y hasta de ir a Harrods de la calle Florida el día que prometían la presencia de Darth Vader. Seguíamos sin llamar Star Wars a la primera trilogía, a esa por entonces única trilogía.

Poco después, por más que El regreso del Jedi era la más querida porque “todo se resolvía”, sabíamos que era de buen tono afirmar que El imperio contraataca era la mejor de las tres, la más “oscura”. Pasaron los años y volvimos a ver las películas en VHS, y nos hicimos más grandes pero ahí estuvimos, con veintipico de años, en el reestreno de las nuevas versiones a fines de los noventa, incluso con inusual ansiedad en la primera función del jueves 27 de marzo de 1997 en el Atlas Lavalle. Y si encontrábamos gente que no había visto las amadas Star Wars tratábamos de convencerla de que ya era hora, y les asegurábamos que eso de negarse a ver esta saga era un sacrilegio. Eso sí, a esa altura ya le decíamos Star Wars. Volvimos a ver las películas en cine, y no lo reconocíamos del todo pero ya notábamos que la primera de las tres, la dirigida por el propio George Lucas, era un poco arenosa en términos de ritmo y que le costaba arrancar. Pero no lo decíamos de forma explícita, tal vez porque esa era la primera de muchas películas que nos habían visto crecer, esas películas de “los tiempos nuestros”, según la lúcida expresión del crítico chileno Héctor Soto. Por su parte, El imperio contraataca de Irvin Keshner y con guión de Lawrence Kasdan mejoraba aún más; al fin y al cabo era verdad lo que ya sabíamos, o lo que sabíamos que había que saber. Y El regreso del Jedi, de Richard Marquand y también con guión de Kasdan nos seguía gustando, pero tal vez se pasaba un poco en su zona de fiesta de disfraces.

Llegaron las otras Star Wars, apareció el Episodio 1 y, ay, algunos empezamos a desencantarnos de Star Wars, a nuestro pesar. Y vimos con más conciencia lo que ya habíamos vislumbrado en los reestrenos de las Special Editions: no siempre todo funcionaba, y a veces se necesitaba demasiado de las inyecciones musicales de John Williams para que las cosas anduvieran con brío, para ayudarnos a recuperar la emoción que recordábamos del pasado. Y había otro problema mayor: en los tres primeros episodios nos faltaban los personajes clásicos, nuestros compañeros de la infancia. Y había errores de casting y, claro, el asunto Jar Jar Binks. Para muchos de nosotros, recién con la llegada de J.J. Abrams a la saga Star Wars volvería a ser apasionante. Claro que dentro del vasto público global de Star Wars las opiniones son muy diversas, pero desde aquí la novena, la del cierre, se nos revela (o mejor dicho se me revela) como la mejor de todas (y la VIII, la octava, como la peor): en la IX, Abrams se ponía a trabajar en una amalgama, en una suma, en un compendio, en una especie de feliz compilado de situaciones que estaban en casi todas las Star Wars previas, sobre todo en la trilogía inicial, la que empezó todo, la de los setenta y de los ochenta del siglo pasado. Pero esta suma de Abrams iba más allá de la simple adición porque su trabajo apuntaba hacia un armado con cohesión y, sobre todo, hacia un objetivo mayor: el de comunicarnos que era lógico que fuera él quien tuviera el privilegio de cerrar la saga principal -ya a esa altura habían empezado los caminos laterales diversos- porque es no solamente un magnífico director sino además uno que conoce las tradiciones en las que abreva y sobre todo la importancia del legado, de lo heredado. En ese sentido, Abrams es uno de los pocos en la industria que han sabido traer al siglo XXI no solamente el espíritu de los ochenta sino ir más allá y llegar hasta los gloriosos setenta del cine americano. Abrams, además, había logrado el milagro de haber tendido un puente entre las estrellas, entre el clásico enfrentamiento del espacio, porque ya había elevado las Star Trek a grandes alturas cinematográficas (por otro lado, la presencia de Abrams tanto en Star Trek como en Star Wars quizás estuviera delatando cierta escasez de directores con visión coherente y cohesionada para este tipo de proyectos gigantes y ya a estas alturas cargados de mística).

Para quienes tuvimos -tenemos- esta relación con Star Wars, la llegada de una nueva versión de Duna podía constituir todo un atractivo. O generarnos olímpica indiferencia, sobre todo si no nos había interesado ni la Duna de David Lynch ni el cine anterior de Dennis Villeneuve. Y así fue que mantuvimos la distancia con Duna o las Dunas, hasta que finalmente las vimos… (continuará)

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