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LA CIÉNAGA: UN RELATO ESTANCADO EN LA INSIGNIFICANCIA Y LA INMUNDICIA

En una secuencia inicial, nos introducen una finca —donde se desarrollará posteriormente la mayor parte del argumento— en un calor húmedo sumamente incapacitante, los adultos que rodean la piscina, acostados en sus sillas metálicas, no tienen la menor intención de mover un dedo, ni para servirse un trago, ni para mover el cigarrillo de sus bocas. Y entonces nos presentan a Mecha (Graciela Borges): una alcohólica que parece un zombi, deambulando entre la gente, sin rumbo fijo aparente, desplazándose por allí y por allá sin mayor fuerza, está incluso en un matrimonio que la hace infeliz y toda su familia —a sus espaldas— reiteran por qué eligió casarse con su esposo y por qué no lo deja ahora. Se sirve un trago de vino con hielo y se avecina una tormenta. Los personajes, bajo la ley del menor esfuerzo, se levantan y corren las sillas para escamparse; y es entonces cuando Lucrecia Martel se aprovecha del ruido de la tormenta, del tintineo de las copas y de las sillas metálicas siendo arrastradas por la desidia de los personajes en aquel piso embaldosado, para potenciar el sonido e incomodar a los espectadores respecto a la pereza de los personajes. En medio de ello, Mecha, con sus buenos tragos encima, resbala y cae sobre los vidrios rotos de las copas que llevaba en sus manos.

Valdría la pena desglosar los elementos que componen este primer momento de La ciénaga. De entrada, nos presentan la relación entre una hija de Mecha, Momi, e Isabel, la chica que Mecha acusa de robarle las sábanas y las toallas, esto introduce un guiño a la lesbianidad de las chicas y una especie de clasismo que se mantiene durante el resto del relato. Nos muestran a Joaquín, un chico de no más de 14 años, y otros chicos en el monte con una escopeta, dando tiros que se escuchan en la lejanía, hasta dar con una vaca que está estancada en un pantano: pantano que se crea por las lluvias que amenazan la narración constantemente, que, como la vaca, estanca el argumento. Y, por último, cuando Mecha cae y se corta, ningún adulto se molesta en ayudarla, pues los que no están dormidos, están ebrios, y su esposo —que no está ni dormido ni borracho— está demasiado ocupado cepillando y tinturando su cabello; las que se molestan en ayudarla y llevarla a un hospital, son las jóvenes chicas. Y, en cuanto a la locación, no podría asegurarlo, pero, tal vez, la familia de Mecha es la representación de la crisis económica por la que pasó Argentina en el 2001. La familia de Mecha parece haber sido rica en algún momento y ahora viven sobre lo que quedó de ello.

Luego, damos con la casa de su prima, Tali (Mercedes Morán), en un ambiente sonoro fascinantemente elaborado: Tali intenta hablar por teléfono, suena la olla de presión, hay gritos y vehículos fuera en la calle y las dos hijas pequeñas de Tali se quejan la una sobre la otra y hablan a través de un ventilador. Luciano, el hijo menor, vuelve a cortarse y debe acudir al «gringo», que es algo como el curandero del barrio en un sanatorio de garaje, donde Tali se entera del accidente de su prima. Luciano sería uno de estos niños que viven en una clínica, bien por heridas producto de la inquietud propia de la niñez o por padecimientos naturales como su problema dental.

Ahora, Jose (Juan Cruz Bordeu), el hijo mayor de Mecha, que está emparejado con Mercedes (Silvia Baylé), una mujer evidentemente mayor que él y que lleva el mismo nombre de su madre. De ello, uno podría preguntarse si lo que emana a posteriori —si es que hay algo a posteriori en la película—, por el lado de Jose, parte de un joven con alguna especie de complejo edípico, que «se libera» cuando va a visitar a su madre: ahora puede ir de fiesta y salir de pelea y juguetear con su prima —menor que él— en una relación un poco insestuosa.

En el relato hay un uso bastante interesante de la música popular en el plano diegético. Esta música está presente en la única escena de la película que produce algo de regocijo —donde Jose, Vero, Tali y Mecha bailan en una habitación—, pero también está presente en la fiesta de la que Jose sale peleando con El Perro y en la que Tali tiene una visión divina de la Virgen, que, por estar prestando atención a lo que ella creía era un llamado celestial, Luciano se escapa, sube una escalera y cae de ella.

Como lo dijo Martel en algún conversatorio, lo que le llamaba la atención del relato, era retratar estas nubes que rodean los páramos, que siempre amenazan con llover y nunca lo hacen. Sí, en el sentido literal de la palabra, llueve en La ciénaga —truena y truena y llueve y llueve—; pero a un nivel más simbólico, los planes no tienen cabida, nada de lo que se anticipa se da: ni el plan de Tali y Mecha por ir a Bolivia —que uno podría preguntarse cómo estaría la economía argentina para considerar a Bolivia como un destino comercial—, ni corregir el problema dental de Luciano, ni la visita de Mercedes a casa de Mecha. Lo único que tiene cabida es el imprevisto: el accidente de Mecha y la muerte de Luciano.

La ciénaga podría sintetizarse en «dos familias se reúnen en una casa de campo —que, valga decirlo, lleva por nombre ‘La Mandrágora’, una planta venenosa—». Y, ¿qué tan diferentes podrían ser ambas familias, siendo cercanas? Las formas en las que se distribuyen las jerarquías familiares en cada una fue algo que saltó a mi vista. Mientras que en la casa de Tali todos hacen parte de la algarabía de la cocina, en la de Mecha las niñas se quedan en casa y los niños pasan el tiempo en el monte con armas. Estas familias numerosas y cómo se jerarquizan, además de esto de preferir quedarse atrapado en una relación antes de terminarla, como es el caso de Mecha, y la adoración ciega a deidades —como los reportajes que ven por televisión sobre la aparición de la Virgen del Carmen— hacen parte del retrato juicioso compuesto por la mirada aguda de Martel respecto a la clase media argentina.

En cuanto a la estética de la película, cabría subrayar, por un lado, los elementos asociados al cine de horror —que Lucrecia Martel, personalmente, disfruta— camuflados en una narración realista: se va la luz, los bombillos se encienden y se apagan, las puertas crujen. Y, por otro, el diseño sonoro, a veces tan desagradable, y la imagen visual, a veces desenfocada. Y este último es un gran punto a favor de La ciénaga. Se pueden contar con los dedos de la mano las películas que se han interesado en implementar una estética fea, juntando artísticamente imágenes o sonidos desagradables.

¿Qué más podría decirse de La ciénaga? Mucho y a la vez nada. Lucrecia Martel nos construye un relato supremamente insignificante. Argumentalmente, La ciénaga es la mejor película para quien quiera iniciarse en la filmografía de Martel. En ella, reposa el interés de esta por la inercia provinciana y los retratos familiares. Y así, por inercia, se desarrolla todo el argumento. Los demás personajes no son muy distintos a Mecha, todos actúan sin mayor fuerza y van por ahí, por donde los lleve el viento. Se accidentan la mayor y el menor del argumento al principio y al final de la película, dejando en el medio a todos los demás con el peligro latente: de la lluvia, los truenos y los disparos que se escuchan constantemente. El único evento que podría sacudir el argumento, se da ya en los últimos minutos, cuando Luciano cae y muere buscando una rata africana del otro lado del muro. Pero ya ni eso es suficiente: para entonces, ya nos sumergimos por completo en esta dinámica insignificante e impasible, como lo muestran los planos inmediatamente posteriores a la muerte, en los que fácilmente podría pensarse que es fotografía fija: todo permanece intacto, inerte, lo único que avanza es el tiempo.

Esta muerte se compone de dos elementos bastante interesantes. El primero, es que los niños son los que tienen poder sobre la vida y la muerte durante el relato: tienen armas, juegan a los pistoleros y dejan de respirar. Y, el segundo, parte del llamado de atención de Tali a sus hijos que es respondido por Luciano con «Yo siempre te hago caso», y es así, Luciano obedece siempre a las órdenes de su madre; ¿cómo se puede aislar esto de la muerte de Luciano en una historia donde los adultos están siempre con sus cabezas en otros lados? ¿Tiene que ver acaso con una mirada sobre la insuficiencia paternal? ¿Por qué el hijo muerto no fue el que va de fiesta y termina con el rostro herido o el que perdió un ojo repentinamente cazando en el monte?

Para el final de la película, Isabel renuncia a su trabajo en la casa y es tildada de desagradecida tras cuantiosas amenazas de ser despedida por robarse las toallas. Y Momi va a la piscina tras haber ido al lugar donde supuestamente se había aparecido la Virgen, y no ve nada.

Para hoy, Lucrecia Martel es de los más altos exponentes del cine latinoamericano. Con su primer largometraje, La ciénaga (2001), aporta al surgimiento de este movimiento conocido como El Nuevo Cine Argentino, y muestra el nacimiento de una narradora con una visión que deja muchas expectativas a futuro. Elegida por el director polaco, Paweł Pawlikowski, para su lista de mejores películas en la historia del cine, sería importante entonces concluir con cuál es el aporte de La ciénaga, qué la hace especial, importante y una obra irrepetible.

Películas como La ciénaga llegan en momento en el que no se sabe si el cine —después de autores como Godard o Lynch— puede seguir hallando una vía diferente, innovando las posibilidades de la imagen —visual y sonora— en el cine dentro de sí mismo, poniendo a prueba principios hegemónicos de narración que se daban como ineludibles y condicionantes dentro de lo que se puede denominar «una buena película». Martel desafía las posibilidades para hacer cine y el placer que incita en el espectador para apreciarlo desde una posición no convencional.

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