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Perdido en Tokio | Perfect Days (Wim Wenders, 2023)

Es curioso que la mayoría de las críticas y reseñas sobre Perfect Days (Wim Wenders, 2023) se detengan sobre la paz y la felicidad que transmite el protagonista, el Sr. Hirayama, un hombre maduro que el director alemán retrata en su rutina laboral. Es, sin duda, un signo de los tiempos: la aceleración hipermoderna en la que vivimos la mayoría de los residentes de este planeta nos hace ver la aplacada y frágil previsibilidad de la vida de Hirayama como una existencia suspendida y deseable, pese a los claroscuros que esconde.


Las sombras, de hecho, son el leitmotiv de esta ficción observacional de Wenders, un estudio de personaje surgido, poco más, de la casualidad. Como en una graduación madura del contraste de sus películas en blanco y negro (Alice in den Städten, de 1974 y, sobre todo, la multipremiada Der Himmel über Berlin, de 1987), Wenders trabaja sobre los juegos de la luz, sus interfaces y ambigüedades. Desde el crepúsculo que marca el inicio del día de Hirayama en Tokio, cuando el protagonista se levanta para iniciar su jornada, a las vibraciones lumínicas con las que los árboles parecen hablarle en su tiempo de descanso. Esas sombras comunican. Hirayama, hombre de poquísimas palabras, solo habla de “amigo” para referirse a ese árbol del parque al que admira mientras almuerza y al que fotografía insistentemente. Un juego de sombras también es el que lo une al hombre enfermo con el que empatiza, hacia el final de la película: una pequeña isla de juego infantil ante la fatalidad y la futilidad de la existencia.


Perfect Days es una película que toma su poética de la observación, un valor que Wenders busca subrayar y que viene practicando consistentemente en los últimos años. De hecho, el film se estrenó poquísimo tiempo después de la aparición del documental Anselm (Das Rauschen Der Zeit, 2023), donde el autor de Paris, Texas (1984) retrata al artista plástico Anselm Kiefer. Y también el origen de Perfect Days es la observación documental: surgió de una invitación que le llegó a Wenders a través de un hombre de negocios japonés, que pretendía que el director hiciera una serie de cortometrajes sobre los baños públicos de Tokio. La arquitectura fantástica y estilizada de los baños del privilegiado distrito de Shibuya se lucen en el registro de Wenders y la fotografía de Franz Lustig, que los muestran en su frugalidad, su diseño de avanzada y su funcionalidad futurista. La repetición de los baños (cada uno con un diseño diferente) y de la inscripción en el mameluco de Hirayama son un indicio más que claro de esta procedencia, y que, en la narración, termina por marcar el tempo de la película.

Otro claroscuro de la vida de Hirayama es su soledad. Su rutina diaria no contempla el diálogo. Al amanecer, lo vemos despertar con una sonrisa sobre el futón de su departamento vacío. Al levantarse, atiende sus plantas, se cepilla los dientes y recorta el bigote con disciplina y sin apuro, para luego tomar un puñado de monedas, sus llaves y su cámara de fotos, antes de abrir la puerta y mirar al cielo de Tokio. Luego, una lata de café de la máquina expendedora y enseguida el ritual de su pequeña van azul: subirse y elegir uno de los cassettes de rock y soul de los ‘60 y ‘70 que guarda en la gaveta. Wenders muestra esta secuencia una y otra vez durante el metraje, como queriendo que el público del multitasking y el apuro endémico se consustancie con este personaje que parece vivir en un mundo apartado del nuestro.


¿Pero es la de Hirayama una soledad elegida o es un fugitivo en su propia ciudad? ¿Su modo de vida es una protesta contra la sociedad tokiota hiper exigente y mercatilizada, algo así como un hikikomori adulto y económicamente activo? ¿Está realmente solo? Wenders no ofrece respuestas unívocas a estos interrogantes, obviamente. Pero parece simplista pensar que su personaje elige la placidez de la soledad en la que vive, como le sugieren los comensales del restaurant que visita los fines de semana.

Esos breves episodios melancólicos, como el que en esa misma secuencia la anfitriona canta una versión japonesa de The House Of The Rising Sun (la única canción que se repite en la cinta y que, como se sabe, cuenta la historia de un burdel desde la perspectiva de uno de los pobres y desahuciados hombres solos que lo frecuentan). O la emoción final en la que Hirayama está a punto de romper la cuarta pared (pico de una sublime actuación de Kôji Yakusho, que fue premiado en Cannes por este trabajo) hacen pensar en un aislamiento más defensivo que electivo. Se plantea ahí una clave de la ambigüedad de la apuesta de Wenders, que está también en la canción de Lou Reed que inspira el título: ¿los días perfectos son los del presente que vemos transcurrir, o son los del pasado que los espectadores no hemos visto y que ya se han ido?

Señales de ese pasado brumoso aparecen aquí y allá. En los sueños en blanco y negro que acosan a Hirayama durante las noches, y que Wenders realizó junto a su esposa Donata, se basan en el concepto japonés de komerebi, o el juego de luces en los árboles. No son pesadillas exactamente, pero tampoco reflejan la supuesta paz interior de Hirayama; son, más bien, reflejos superpuestos que pugnan por entrar en la realidad del protagonista sin que él lo permita. Su vida en la vigilia es constreñida a los rieles del trabajo ejercido con detalle y dedicación, con ese mandato tan japonés del servicio común y la hospitalidad (de ahí el cumplido con que los demás reconocen a Hirayama al servirle su comida o su bebida: “¡Por su día de trabajo!”).


También está la escena en que aparece, de pronto, su sobrina, y así sabemos que Hirayama tiene familia. Y que ha escapado de ella. Su sobrina quiere imitarlo, pero su madre (hermana de Hirayama) se lo impide. Ella vive “en el mundo”: se presenta en la noche con chofer, con el aspecto de una típica ejecutiva tokiota, parecida a esa mujer de la primera escena de la película que ni siquiera le dirige la palabra a Hirayama. Habitantes de la misma ciudad que viven en otro mundo. Él ha decidido tomar distancia, diferenciarse, y esconderse en el anonimato de un trabajo deslucido y silencioso, para algunos humillante. Pero no puede evitar llorar de angustia en silencio cuando le mencionen a su padre, que espera su visita en un asilo, perdido en la demencia senil.


Hay dos personajes clave que podrían echar luz sobre el juego de sombras permanente en que se mueve Hirayama. Takashi (Tokio Emoto), el cómico personaje que trabaja con él en la limpieza y le hace todas las preguntas que surgen en la mente del espectador: ¿Por qué está solo a su edad? ¿Por qué trabaja con tanta dedicación en un empleo que nadie parece reconocer? ¿Por qué insiste en vivir de manera analógica en la ciudad más moderna del mundo? Las respuestas de Hirayama son el silencio circunspecto, porque eso es todo lo que hay (algunos lo atribuyen al zen, pero el protagonista no parece tener disciplina espiritual alguna). El mismo silencio expectante con que mira al vagabundo (Min Tanaka) que se le aparece una y otra vez en distintos puntos de su recorrido; lo ve moverse con anhelo por esa libertad lunática y también con el miedo de quien siente que está, como ese vagabundo, a punto de perder todo contacto con la realidad que lo rodea.

Wenders, que coescribió la película junto a Takuma Takasaki y trabajó con personal local, declaró que su idea era mostrar el día a día de un personaje “simple pero feliz, alguien que vive en el presente y siente orgullo de ser útil a los otros”. Es lo que hizo, al menos en la superficie. Aunque sabemos que la creación y la mente tienen formas más intrincadas de trabajar y, a fin de cuentas, la obra termina en la interpretación de quien la recibe. En cualquier caso, el personaje de Hirayama quedará en la memoria de los espectadores por un rato más que el placer instantáneo que manda en esta época y que la criatura de Wenders parece evitar espartanamente

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