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Argentina, Long Beach

Conozcan a Enrique Torres (Villa Pueyrredón, 1950), quien después de intentarlo como futbolista profesional (iba en ascenso en las inferiores de Chacarita cuando se quebró y tuvo que dejar el deporte), se pasó primero a periodista sensacionalista de semanarios con alta tendencia a la mentira, de ahí a la escritura de telenovelas entre Argentina y Hollywood (en Argentina fue la pluma de infinidad de hitos del culebrón que cualquiera que haya atravesado los 90 conoce: Muñeca brava, Nano, Cebollitas, Perla negra, entre otras tantas), quien un día sintió el deseo de sumar una película a sus andanzas y escribió el guión de lo que terminaría siendo la película Un buen día, película difícil de resumir que acompaña el primer encuentro de dos enamorados y sus paseos por la ciudad de Long Beach en el Sur de California. Sobre su historia y la de uno de los actores protagónicos (Aníbal Silveyra, otro tipo con una vida de transformaciones encima) avanza en su primera mitad este documental de Néstor Frenkel titulado Después de Un buen día, estrenado en la última edición del Bafici. Esta narración que parece casi una historia de dobles unidos por la cualidad de dos tipos que tocan el piso y saben reinventarse para volver a ponerse de pie avanza casi como si al final fuera el destino el que los cruzara en 2010 para la película que se terminaría convirtiendo en la película mala de culto argentina más célebre de los últimos años. Esta parte del documental que podríamos denominar “antes de Un buen día” culmina en la realización de la película (dirigida por Nicolás del Boca, un viejo director de telenovelas que también lo intentaba por primera vez con el cine a sus 82 años) y en su fracaso estrepitoso en las salas Argentinas, con críticas que hoy vueltas a leer prueban al menos tener que haberse retado a volverse excéntricas para lapidar un objeto que si fracasaba en todo al menos lo hacía en un estilo que nunca habían conocido.

Esa historia previa y de la realización de la película da una entretenida novela de aventuras (subgénero piratas argentinos) pero no terminaría de generar la necesidad de un documental que, como este, contemple para un Un buen día como un objeto en sí mismo una posibilidad de redención e incluso de conquista de una cierta nobleza, que es lo que se va construyendo cuando poco a poco, a espaldas del gusto crítico, una serie de personas ven la película y van construyendo lo que luego uno podrá identificar como un culto. La segunda mitad del documental de Frenkel se concentra en estas personas y en cómo primero independiente, luego colectivamente, fueron gestando un fenómeno de apreciación activa hacia Un buen día que por cómo los va enumerando el documental nos permiten identificar distintas formas de apropiación en las que reconocer y tratar de comprender qué es lo que es un fan. Estas apropiaciones que por el período en que se despierta el fenómeno no tienen poco que ver con las redes sociales empiezan por conectarse a través de un grupo de Facebook (Grupo de Apreciación de Un buen día) y llegar a generar pequeños videos con las reacciones de amigos a los que ofrendan por primera vez al milagro de ver la película, a organizar funciones de la película en bares o cines alquilados, y a la que acaso sea su obra cumbre que es una remake bricolaje de la película original en la que cada uno reinterpretaba un minuto.

De alguna manera, cuando la película llega a este punto ya ni siquiera importa tanto como obra de Torres o fruto de las gesticuladas actuaciones de Sylveira (quien en el momento del desastre se preguntaba: ¿por qué en esa escena habré elegido ese gesto, por qué simplemente no habré preferido hacer… NADA?). Por más que Sylveira hable al final asumiendo un tono de revancha confiando quizá un poco demasiado en los poderes de la posteridad, y si bien no hay duda de que los fans sienten un amor genuino por el malogrado actor y por el guionista Torres y los reivindican, importa menos toda esta historia de cambios de valoración como reivindicación de estos dos personajes (sin desconocer cierto encanto en su ligereza busca y aventurera) que en los curiosos modos que tiene de existir una obra, en este caso una película, y en mostrar cómo esa obra le pertenece al público, que la película es del todo incapaz de prever los usos que otros harán de ella (al final, los imaginativos giros demoledores de las críticas leídas al principio también son formas de apropiación), y que al final por más que uno termine pasándose otras varias décadas sin ver Un buen día la verdad es que todos buscamos en el cine una respuesta comunitaria y a partir de ese deseo modelamos sus productos. Tal vez el mayor signo de esto aparece en algo que sucede prácticamente al final. Torres y Magrio, el animador que fue uno de los iniciadores del Grupo de Apreciación de Un buen día caminan por Longchamps y el pibe le sugiere la idea de hacer Un buen día 2, a lo que Torres contesta que el plan ya está en marcha (“pero se va a llamar Una noche buena”) y retomará varias ideas ya presentes en la primera, por ejemplo la muy clave de que “el tiempo es todo el tiempo”, y entonces de pronto dudamos de si esa idea realmente estaba en la original o es algo que en cambio rebotó de los espectadores al autor que ahora la finge como propia, porque tampoco importa.

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